La motosierra en el cine

La motosierra en el cine | Leandro Forti

 Este artículo trata sobre las principales representaciones de la motosierra en el cine. Dónde surge, cuándo se consolida y cómo termina siendo la prótesis emblemática de un antihéroe. Tenemos una excusa para comentar los films clásicos del terror y para pensar esta época brutal.

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Génesis criminal

  Frente al amanecer, Leatherface revolea, enfurecido, una motosierra; con su danza macabra culmina La masacre de Texas, que cierra y abre un capítulo en el cine de horror. Hacia 1973, el director Tobe Hooper le anticipaba a la prensa que este sería un film sobre “locos ​​​​que cruzaron la línea entre lo animal y lo humano”. Sintetizo el argumento. Por un lado, un grupo de jóvenes que viajan para verificar si la tumba de su abuelo fue profanada. Por el otro, una familia de trabajadores de la carne que, ante su definitiva exclusión de la industria, han optado por el canibalismo. Estos rednecks sureños han desplazado, en territorio yanqui, su impulso destructivo, puesto que, si algo aprendieron, es la técnica para matar y sólo han cambiado de víctimas, las cuales serán tratadas como ganado. Hoy, algunas connotaciones de la trama nos remiten a la distopía de Cadáver exquisito, que, a su vez, no está muy lejos de El Matadero, donde el trato sangriento con los animales se traslada (mediante la atemorizada escritura de un liberal) al maltrato del enemigo político. 

  El título original de aquel film nombraba al objeto en cuestión, que se volverá arquetípico dentro del género. La chainsaw anticipa el nivel de brutalidad que alcanzará la masacre. Ese instrumento, convertido en arma, representa la revancha (desviada) contra la mecanización que reemplazó al martillo; martillo que antaño cegaba la vida en los corrales. (Recordemos las anécdotas sobre la destreza del Grandpa Sawyer.) Esta vez, el matarife, anunciado desde el póster, es Leatherface. Sabemos que Hopper encontró la idea en un episodio óptimo para Relatos salvajes. Durante las compras navideñas de 1972, en Austin, Texas, aquel hombre se sintió atrapado sin salida en la sección de ferretería de una Montgomery Ward. El espíritu navideño no tuvo su efecto. Agitado por la claustrofobia, Hopper paseó su mirada por el local hasta que, en una vitrina, divisó las motosierras. Entonces, imaginó que si tuviera una podría abrirse a paso veloz entre la multitud de consumidores. 

  Por esa época, otro cineasta merodeaba los alrededores de la misma imagen y la incorporó antes en The Last House on the Left (1972). Hasta donde sabemos, Wes Craven es quien usó primero la motosierra en el cine americano. Nota clave: el azar condujo a Craven para que entrara al negocio del cine por medio del terror. Fue por encargo de los inversores (dueños de cines y autocines), que querían una película de ese género para ganar dinero fácil. Craven (ya convencido por Cunningham) no tenía referencias. Por recomendación de una amiga, sólo había visto Night of the Living Dead (1968), de George Romero. Ahí descubrió algo. Durante aquella función, la gente reía y gritaba, pero además, una vez finalizada la película, surgían comentarios sobre temas sociales, como el racismo o la guerra de Vietnam. Esta obra de bajo presupuesto sacudía al público con mutilaciones, canibalismo y muerte, que son los condimentos del cine de explotación, pero también, dentro del mismo rollo de celuloide, traficaba una crítica cultural. La representación gráfica de la violencia, además del impacto sensacionalista, podía hacer pensar sobre los temas sociales de una época. 

Posters de películas de terror

  Sin embargo, el enfoque que elegirá Craven para su horror film no es sobrenatural. Al contrario, es realista, tan realista que uno de los eslóganes del trailer le sugiere al espectador que, para sobrellevar la crudeza de la historia, repita como un mantra it’s only a movie. El registro es tan directo que se vuelve indistinguible de la realidad cotidiana. Esta decisión en el enfoque fue una influencia de su lugar de trabajo: la Roland Condon Film Productions. Allí había cineastas europeos; se hacían documentales, su mentor Harry Chapin realizaba documentales y Craven practicaba montaje sobre documentales (también, en la década previa, había visto obras de la nouvelle vague). De manera que The Last House recurre al cinema verité para exponer con un realismo brutal el ahí afuera. Su intención era traer el horror urbano a la pantalla. Capturar esa violencia que suscita miedo, furia y sangre. Asimismo, conocido es que la otra influencia será la obra de Bergman, que a su vez se basa en un relato medieval, cuyos tópicos son la violación, el asesinato y la venganza. 

  Este modelo es la base para la estructura sobre la que Craven trabajará las variaciones de su trama: cuatro criminales secuestran, torturan y matan a dos amigas que serán vengadas por la familia de una de ellas. Aquí nos reencontramos con la motosierra. Su aparición se da en el clímax del relato, cuando la casa de amor y paz ya se ha convertido en una trampa mortal (con el suelo resbaladizo y una puerta electrificada). Esta motosierra aparece como un último recurso del padre de Mari, puesto que ha fallado el único disparo de su escopeta contra Krug y no puede vencerlo cuerpo a cuerpo (recibe una golpiza). Entonces, en un momento de distracción, durante el cual Krug induce a su hijo Junior para que se suicide, el señor Collingwood huye hasta el sótano y aparece con la máquina de matar. El criminal se defiende tirándole muebles, que son destrozados por los dientes de la sierra. La tensión crece hasta que Krug, sin escapatoria, es mutilado. Así, el padre, resignificando la motosierra, concreta la venganza frente al cadáver de su hija, que está sobre el sillón del living, donde, con la ayuda de su esposa, la ha colocado, como una prueba innegable de la infamia. 

Escena final de The Last House On The Left | Sobre el margen blog

  La escena final es desoladora. En la cara del padre, y en el desconsuelo de la madre, alcanza a verse la nada. Toda la sangre no ha colmado su sed de justicia. Ni siquiera hay, como en El manantial de la virgen, la invocación a una existencia divina. Por este motivo, el escritor John Wooley anota que en esta historia, a diferencia de la Bergman, se pone en conflicto una moral, pero no se expresa la fe en algo trascendente que consuele y que ayude a encontrar el sentido último de los acontecimientos: “There is only humanity itself, degraded and bloodstained and infinitely capable of stomach-churning ugliness” (2011, p.53). La humanidad se encuentra a sí misma, contemplándose en la libertad de sus actos. Nadie pone la otra mejilla. Todos se entregan a la violencia. Todos terminan ensangrentados. En el lugar del crimen no se construirá una capilla; sólo quedará la última casa a la izquierda, como un signo donde se ha consumado la violencia recíproca. Tenemos, al fin y al cabo, otra representación de ese mundo temido por Hobbes. En efecto, el film de Romero ya había dejado entrever que, en la supervivencia de un ambiente hostil, el otro es una potencial amenaza, aunque sea alguien de la familia…

Entre nosotros 

 La película de Craven presenta este dilema: Revenge… that went too far. Pero para que la venganza haya ido demasiado lejos, hubo otro actor indispensable. La policía, como guardián, es inútil. Los agentes de la ley han sido retratados como imbéciles, con una música que ridiculiza sus acciones. Miremos de nuevo la última escena. El policía sólo llega a tiempo para sacarle la motosierra de las manos al señor Collingwood, ahora convertido en un asesino. Esta inversión del género policiaco se repetirá en el slasher, que funciona como el reverso de aquello que se inauguró con Dupin en Los asesinatos de la calle Morgue (1841). ¿Cómo no remitirse a la crónica roja de la prensa sensacionalista del siglo XIX? If you want blood, you've got it. La imagino en la voz de Bennett, que tenía sus ideas claras: “los lectores están más dispuestos a leer seis columnas con los detalles de un brutal asesinato que el mismo número de palabras servidas por el más noble autor de todos los tiempos”. El neo noir también se hará cargo de esta demanda, pero Death wish (1974) funciona menos como una crítica que como una apología de la venganza contra los criminales neoyorquinos. 

 Kraven, en cambio, ha mostrado la violencia con una representación realista para competir con los horrores televisados de la guerra. En su film la violencia recae sobre el criminal como enemigo interno. La banda de Krug son convictos que han escapado de la cárcel. Esta es otra clase de lucha. El terror habita en la sociedad. Tal como sucederá con los jóvenes de La masacre de Texas, el poder de las flores se marchita cuando acecha la maldad. Por supuesto, antes, está Psycho (1960), que con un giro narrativo ubicó al psicópata como protagonista de la historia. (El terror aún se expresa en la mirada sostenida de Norman Bates durante la última escena.) Si bien M de Fritz Lang, en 1931, había trabajado sobre el asesino serial como enemigo en común, hay un consenso para afirmar que el film de Hitchcock, usando al Psycho Killer como una amenaza próxima, abrió una nueva línea en el terror moderno. La referencia literaria para Bates fue el granjero Edward Gein, cuya historia se conoció a través del periodismo. Se sabe que desenterraba cadáveres, que tapizaba sillas con esas pieles, que tenía máscaras humanas y que la relación con su madre (incluso muerta) no había sido la mejor. Todos los aspectos más siniestros del caso los desplegará Hopper, aunque las perversiones de Gein están repartidas entre los miembros de la familia Sawyer. 


 Otro punto relevante en este asunto es que en los ‘70, el FBI empezará a confeccionar perfiles de los serial killers para poder identificarlos con mayor exactitud y lograr atraparlos con anticipación. Para esa tarea es necesario comprender el relato psíquico de este tipo de criminales, cuyo móvil –como explica Rober Ressler– no es el rédito económico, sino la satisfacción emocional que, apoyada en una fantasía, nunca se sacia. Otras de sus características no es menos importante: “Cuando estos asesinos matan, no solamente arremeten contra las víctimas individuales, sino contra la sociedad entera”. Interesado en evadir su condena a muerte, Tedd Bundy aportará su testimonio en entrevistas grabadas donde narra su comportamiento, aunque en tercera persona y de un modo hipotético, como si hablara de otro. En sus razonamientos, expresa esta forma del terror: “Lo que asusta realmente es que no puedes identificarlos. La gente no sabe que hay asesinos potenciales entre ellos. ¿Cómo podría vivir alguien en una sociedad donde la gente que le gusta, quiere, admira, con la que vive y trabaja puede convertirse al día siguiente en la persona más demoníaca imaginable?” 

 Este regodeo de Bundy tiene su antecedente en la película de Lang, que se basó en el caso de Peter Kürten, alias el vampiro de Düsseldorf. Mientras los policías alemanes discuten sobre la dificultad para descubrir y detener al asesino en serie que atemoriza a la ciudad, uno de ellos dice: “Quizá este hombre sea, excepto por sus impulsos asesinos, un ciudadano aparentemente normal, incapaz de matar a una mosca. Cuando no está en el estado de locura, podría incluso jugar a las canicas con los niños o a las cartas con sus amigos. Si no fuera por esa (permítanme que lo diga así) ‘normalidad’ que estos asesinos tienen en su vida diaria, hubiera sido imposible para aquellos como Grossman o Haarmann haber vivido durante años como lo hicieron, sin revelar una sola pista de su verdadera personalidad”. A partir de 1972, en Argentina, Robledo Puch ejemplificó esa apariencia inadvertida del psicópata, que luego los medios de comunicación contrarrestaron con apodos tales como “El ángel de la muerte”, “El verdugo de los serenos” o “El muñeco maldito”. Su profesora de piano, por el contrario, guardaba en su memoria la imagen de un chico “tímido y correcto”. 

 El asesino en serie (o la familia secuestradora) también podría haber sido nuestro máximo terror realista, pero después de Robledo Puch, algo más descomunal vendría pronto: el terrorismo de Estado, que, invirtiendo la lógica del género policial, había tenido su anticipo en la denuncia periodística de Operación Masacre, con los fusilamientos clandestinos, cuya versión cinematográfica aparece en 1973. “Hay un fusilado que vive”, le dicen a Walsh, y en esa frase parece invertirse otro género, porque el supuesto muerto (como un espectro shakesperiano) habla y en su testimonio se expresa la verdad, que señala a las fuerzas del Estado como los criminales. Otra forma del horror: quien debería protegerte ante la ley atenta contra tu vida por una disposición arbitraria. Décadas más tarde, esto se hará de un modo sistemático y dos frases justificarán la ignorancia de la culpa: Por algo será y Algo habrá hecho. La Junta Militar de 1976, con su proceder genocida, hará desaparecer los cuerpos. Roban, secuestran, torturan, matan y hacen desaparecer para ocultar sus delitos de lesa humanidad. Aún así, esta vez, la justicia (sin venganza) los condena por sus atrocidades. Planteo: ¿resulta imposible pensar a la motosierra como un instrumento de tortura y muerte?

Reacción en cadena 

 Para Joseph Lanza, La masacre de Texas representa “el horror secular en su máxima expresión”, debido a que sintetiza, como si fuera un holograma multicapa, una época sorpresiva, aterradora y confusa. Todo lo profano de aquella década puede rastrearse en este film, desde las profecías astrológicas y la omnipresencia visual de la muerte, hasta la escasez de combustible por la crisis del petróleo. El contexto que subyace en la masacre es el crepúsculo del crecimiento económico de posguerra, la inflación y la recesión que le dará ventaja a las rezagadas ideas neoliberales, las cuales se practicarán, allá, con el actor Ronald Reagan, durante los ‘80. Para darle verosimilitud a la historia, los recursos de Hopper son realistas (el prefacio de los crímenes, el noticiero radial, los huesos verdaderos, el tono documentalista). What happened is true, anunciaba el afiche, sugiriendo que la película sería tan real como el supuesto hecho ocurrido en algún rincón de Texas. Sin embargo, su esencia es gótica. James Rose estudió las actualizaciones de los tropos góticos en este film: la casa del terror, el monstruo, la persecución a la mujer, las duplicidades, lo siniestro. 

 La lógica de lo siniestro en el gótico es una formación pretérita que reaparece o perdura, pero como algo amenazador: una destrucción orientada hacia el presente que atentó contra ese pasado glorioso. La familia Sawyer, al margen de la ley y el orden, irrumpe con una transgresión límite: capturar al otro y convertirlo en comida (la barbacoa que se ofrece en la estación de servicio). La máxima expresión del horror secular. Rose lo describe así: “Nada del mundo contemporáneo es sagrado para ellos, incluida la carne y la tumba. En cambio, su propósito es destruirlo para que el pasado –en forma de objetos fetiche, reliquias y métodos de trabajo– pueda ser resucitado, vivido, mantenido y disfrutado” (2013, p. 93). Los buenos tiempos se encarnan especialmente en el abuelo, que parece momificado, hasta que prueba la sangre de Sally y despierta de su agonía. Ahí se astilla el enfoque realista de la masacre. 

Vanita "Stretch" Brock amenazada por Leatherface

 A pesar de sus imperfecciones, este modesto film se convirtió en un clásico por la generosidad (voluntaria e involuntaria) de los símbolos usados en su fábula. Las previsiones de la astrología. El culto al pasado familiar. Las máscaras cambiantes de Leatherface. El trato igualador de la carne. La casa como matadero humano. Así, por ejemplo, en Return of the Repressed (1976), el crítico Robin Wood interpretó que “the family represents an exploited and debased proletariat revenging itself on capitalist society” (2018, p.61). También percibió en Leatherface la encarnación de una sexualidad reprimida; y en su ruidosa motosierra, un objeto de naturaleza fálica (“the phallic nature of the constantly whirring chainsaw”). La motosierra como símbolo fálico se explicitará satíricamente en la segunda parte, cuando Leatherface, con otra máscara, arrincone en el edificio de la radio a Stretch y aúlle como un adolescente en pleno orgasmo. Esta secuela se estrena en 1986, mientras el slasher como subgénero se agotaba en la repetición de la industria cinematográfica, pero en un tiempo político que, considerando algunos aspectos, significaba una continuidad. (Veremos al nuevo integrante de la familia, Chop-Top, que sobrevive en Vietnam, pero que muere en su país.) 

 El cambio de enfoque en La masacre de Texas 2 no se aleja de la crítica ideológica. Los Sawyer cargan con su pasado, pero asumen el presente; se actualizan con la época y se adaptan a través del mercado. La familia monstruosa es una parodia al interior del capitalismo. Todo se vuelve grotesco al máximo y se abraza al gore que anticipó Blood Feast (1963). La familia caníbal descubre que donde hay una necesidad se abre un mercado y por eso manejan un negocio rodante (un food truck). El cocinero Drayton compite con otros y gana premios porque su chili con carne es el más sabroso. Podemos pensar este cambio como si fuera un pasaje de las perversiones de Ed Gein al comercio fúnebre de Karl Grossmann, que a principios del siglo XX vendía carne humana y tenía un puesto callejero de salchichas… La familia emprendedora, integrada por el cocinero tradicional y sus hermanos, han aprendido a insertarse en el mercado con su know how. Recrean un matadero en las profundidades de una gruta (o de un parque de diversiones abandonado). Nos encontramos con un neoliberalismo ascendente, que se deja entrever en las quejas de Drayton, cuando hace una apología de los pequeños comerciantes frente a los obstáculos impositivos del sistema. Luego también dirá: "It's a dog eat dog world and, from where I sit, there just ain't enough damn dogs". No hay suficientes lobos hambrientos. 

Boude “Lefty” Enright  comprando una motosierra para cumplir con su venganza

 A mediados de los ‘80, la familia Sawyer ya no representa a un proletariado degradado contra la sociedad capitalista (como había interpretado Wood), sino que, en una reducción al absurdo, sus miembros, organizados por Drayton, se integran al sistema como emprendedores. Ganan dinero. El desempleo se traslada al cuentapropismo: convierten al otro en mercancía gastronómica. La revancha del humillado cambia de máscara: un agente de la ley (por fuera de la ley) busca destruir a los monstruos criminales. En este film la motosierra recupera su condición de herramienta vengativa en manos del teniente Lefty Enright (tío de Sally y Franklin). Ojo por ojo, vientre por vientre. Luego, tendremos el duelo de motosierras con Leatherface. El objeto emblemático parece maldito: una vez entregados a su fuerza, todos los personajes terminan perdiendo su cordura, aún los que parecían más sensatos, como Stretch. Al igual que en The Last House, la motosierra se vuelve ambigua: se usa (como luego Ash Williams la usará en Evil Dead) para destruir a los monstruos y para hacer justicia sumeria. La escena final, a diferencia de la primera masacre, es reemplazada por el grito salvaje de Stretch, que ya no transmite “una victoria vacía” (an empty victory), como había calificado Wood al resultado de la venganza familiar en The Last House

 El duelo de armas mecánicas ya se había visto en Motel Hell (1980), donde la motosierra está en manos de un agente de la ley, Bruce, que destripa a su hermano Vincent para defenderse. Esta película no ofreció muchas novedades. En resumen, juntó el motel Bates con el matadero de los Sawyer. También nos puede recordar un poco a «La especialidad de la casa», el cuento adaptado para la serie Alfred Hitchcock presenta (en 1959 y en 1987). De todos modos, el horror de Motel Hell escenificó la granja de cuerpos y, con ella, un gesto malévolo para deshumanizarlos: cortar las cuerdas vocales. Extirpar la palabra es privar a alguien del lenguaje y privar a alguien del lenguaje es excluirlo del orden simbólico. Otra vez, la frontera entre lo animal y lo humano. Esta característica se repetirá en Cadáver exquisito. La especie criada para el consumo no puede ni sabe hablar (nunca aprende, aunque igual logra comunicarse). Eso es indispensable para mantener la legitimación de la barbarie, que siempre se desplaza, que nunca es estática, sino que se establece sobre nuevas proposiciones. 

 Recuerdo que dentro de La Crítica de las armas, en el tiempo narrativo del contexto dictatorial, aparece una imagen perturbadora. Su personaje principal, Pablo Epstein, la sitúa en aquellos años, tras haberla escuchado de un carnicero. Don Joaquín dice que, en plena calle, unos chicos vieron un camión frigorífico con las puertas abiertas. Adentro, habían colgado cuerpos de hombres y mujeres, cuya sangre todavía se derramaba. El protagonista de la novela concluye: “En ese país, junto a esos monstruos, había vivido, sin saberlo, treinta y dos años, y seguiría viviendo con la certeza de habitar potencialmente el lugar de las víctimas, de las reses”. La pesadilla de El Matadero, narrada por un liberal, regresa pero en forma especular y descontrolada, como un monstruo liberado que también termina atacando al soñador. 

El héroe protésico

 Los zombis no hablan: balbucean, gruñen, gritan; tampoco Leatherface articula palabras, al igual que el monstruo de Frankenstein, interpretado por Boris Karloff en 1931. Esta es una de las criaturas emblemáticas del terror clásico. A principios del siglo XX, la Universal trabajó la mayoría de sus películas sobre adaptaciones literarias. Jesús Palacios (2018) reseña que este cine se nutría del gótico europeo, “afincado en los escenarios polvorientos, recargados y añejos de los falsos castillos medievales plagados de telarañas y en los paisajes impostados de una Europa imaginaria made in Hollywood”. Los monstruos eran licántropos, vampiros, momias, cadáveres resucitados, sociópatas invisibles, criaturas gigantes… El cine de terror moderno, por el contrario, abreva más en el discurso periodístico, que informa los hechos que acontecen en la sociedad. Hacia la noche de Halloween de 1938, Orson Welles, con los guiones de Howard Koch, aterrorizó a los incautos con un cruce de géneros en la radio. Pero otra vez: la amenaza era lo externo, eran los alienígenas que atacaban a los good citizens

 Romero, Craven, Hooper, con las películas que hemos repasado, sitúan las historias en su sociedad, en un tiempo contemporáneo y en un lugar reconocible. Renuevan el cine de género: “el horror y la violencia que acechaban ese paisaje –escribe Rose– no eran un monstruo europeo anticuado o un ser sobrenatural, sino ciudadanos estadounidenses, personas que cazaban, torturaban, asesinaban y, a veces, consumían a sus compatriotas” (2013, p. 97). No obstante, detrás de aquellos directores, había fuentes literarias. Craven llevaba consigo sus lecturas adolescentes de Poe, mientras que unas de las influencias remotas de Hooper habían sido los cómics de la EC, los cuales fueron acusados por el psiquiatra Wertham de conducir a los jóvenes hacia la delincuencia. El humor irónico que acompaña al terror en los números de Tales from the Crypt también se encontrarán en los aspectos menos comentados de La masacre de Texas: el abuelo que ya no puede sostener el martillo, el autoestopista que es atropellado, el matarife que termina lastimándose con su motosierra. 


 La motosierra en Leatherface no es un instrumento circunstancial: es icónico, es parte de su identidad. Por el contrario, en otros personajes, desde la empleada doméstica de Chainsaw Maid (2007) hasta el disfrazado de Bunnyman (2011), la motosierra sólo es una cosa más disponible para dañar, para ejercer la defensa o el ataque. En este sentido, Sam Reimi, con la creación de Ash Williams, se apropia de aquella iconicidad de Leatherface, la invierte y la lleva a otro nivel, mediante una característica que es un aporte a la tradición zombi. Hace un héroe protésico. La chainsaw hand es posible por los deadites. La siguiente observación de Brandon Kempner es certera. En Evil Dead 2 (1987), Ash se amputa la mano derecha con una motosierra porque, al haber sido poseída por un espíritu maligno, ya no le respondía. Este gesto de automutilación hará que el héroe se vuelva más poderoso. Kempner describe el resultado: “En el lugar de esa mano ausente, que representa la pérdida de autonomía por la infección, coloca su característica motosierra. El temor zombi tradicional ahora se ha invertido completamente: la infección trajo un beneficio en vez de una maldición” (2019, p. 10). Interesante. Justo ahí donde el hermano de Barbra y la hija de Cooper se convertían en una amenaza para la humanidad, Ash será su redentor, será El Prometido, será El Jefe, que es profetizado en las páginas del Necronomicón Ex Mortis

 El delirio de Evil Dead subsume también otros géneros. Al principio de la tercera parte de la franquicia, titulada Army of Darkness (1992), aparece fetichizada la chainsaw hand para que ingrese (por medio de la parodia) al género épico. La motosierra remite a lo criminal; la espada, a la épica. Hay espadas legendarias: Gram, Tizona, Excalibur. Dependen del sujeto que las usa, porque su fama se liga con la habilidad y el valor del guerrero. La Claymore de Wallace queda unida a la tierra, como su presencia simbólica, en la escena final de Braveheart (1995). El sable corvo de San Martín guía como una antorcha cuando termina de arengar al ejército en Revolución (2010). Al momento de la última batalla, Ash usa la espada para enfrentarse contra los ridículos skeleton warriors y contra su alter ego maligno, mientras que una mano mecánica (casi robótica) recubre su muñón. La espada, además de remitir al campo bélico, funciona como un símbolo de justicia, de nobleza y de lealtad a lo superior o a lo trascendente, como sucede en Juana de Arco (1999). La condición heroica del cuerpo al cuerpo, por lo tanto, nos remite a la hoja afilada y a la empuñadura. 

Ash Williams en su motorhome


 Sin embargo, una vez transitada aquella aventura medieval, es recién en la serie Ash vs Evil Dead (2015) donde la motosierra ocupa el rol de la espada en las manos del (anti)héroe para enfrentar a los demonios; el complemento moderno sigue siendo su boomstick shotgun, que funciona como un préstamo del western. Este es un mundo donde los deadites acechan irreconocibles. El otro sigue siendo una amenaza que ni sospechamos. El Mal puede habitar en cualquier cuerpo y, a la vez, puede pasar desapercibido, aparentar normalidad, hasta que se manifiesta. A diferencia de los zombis, los posesos hablan. Conservan el lenguaje, como Linda Blair, pero el diálogo, cuando se establece, es una trampa. Aquí no hay Dios ni sacerdotes exorcistas, a lo sumo un librero y un chamán, que nada pueden resolver con el lenguaje. Convencido de asumir su responsabilidad, en el motorhome, Ash le dice a Pablo y a Kelly: “What we’re up against only understands one thing…” y, tras una cortina, reaparece la motosierra, precedida por un deadite (T1:E1). No hay razonamiento que valga. El llamado al combate es total. A matar o morir. Épica apocalíptica. 

 Este héroe protésico es el único que sabe cómo defenderse de los monstruos y se descubrirá gradualmente como el hombre que se alzará contra el Mal. En esta comedia, Ash se convierte en un salvador del mundo que, irónicamente, fue quien lo puso en peligro otra vez al leer las páginas del Necronomicón. Asimismo, es el Jefe menos pensado; sus virtudes resultan sospechosas, tanto que, al principio, la detective Amanda Fisher lo persigue porque cree que es un asesino serial. Los deadites, al igual que los zombis, rompen con la civilización, pero aquí ni siquiera hay canibalismo, sólo aniquilación de la vida. Por consiguiente, surge un escenario donde, para sobrevivir, hay que liberar altísimos niveles de violencia. En este contexto, Ash se muestra imperturbable, incluso cuando descuartiza a su doble. Ya ha visto demasiado. Frente a los salpicones de sangre, procede con una actitud susceptible de confundirse con la de un American Psycho. La motosierra, considerada como un poder mecánico para destrozar a los cuerpos amenazantes, es el símbolo de la situación. Con Ash Williams se resignifica el impulso destructivo que dirige a este objeto; esto se repite y se amplifica en personajes como Denji de Chainsaw Man, cuyos brazos son motosierras.

Esto (sólo) es cine 

 Cuando Craven debutó con The Left House dijo que esta obra intentaba mostrar la violencia tal como él y Cunningham pensaban que era, en vez de representarla como en esa época solía hacerse en las películas: "tenía un propósito real y creo que posee un poder artístico legítimo". Defendiéndose, la consideró, entonces, como un proyecto serio, limitado por las pretensiones de la industria, que era ganar dinero rápido. La crudeza del enfoque pretendía menos la morbosidad que el rechazo. El caso es que, décadas más tarde, en un festival, tras la proyección de Reservoir Dogs (1992), Craven conoció a Tarantino y éste le dijo: “Vos me inspiraste con The Last House on The Left”. Esta confesión honorífica no bastó para que el otro se ausentara en medio del film: “en un momento sentí que el cineasta sólo estaba excitándose con la violencia y que la estaba usando como algo divertido, lo cual no es para mí”. Curiosa declaración en boca del que guionó The Hills have Eyes (1977), donde dos familias (la civilizada y la barbárica) se desintegran por la violencia. (Conjeturo que Craven se refiere a la escena donde Mr. Blonde tortura a un policía y vemos el acto disociado a través de su música favorita.)

 ¿Exponer la crueldad con realismo funcionó como una crítica efectiva? Mark Fisher denostó los films de gánster como El padrino, Scarface o Pulp Fiction, por “su pretensión de borrar cualquier ilusión sentimental y ver el mundo ‘tal como es’, al estilo de una guerra hobbesiana de todos contra todos, un sálvense quien pueda, un sistema de explotación perpetua y criminalidad generalizada” (2016, p.33). Según el análisis de Fisher, este tipo de obras favorecieron el efecto ideológico del realismo capitalista, o sea, contribuyeron a la creencia generalizada de que es imposible imaginar alternativas al modo de producción. Dichas películas, mediante su tratamiento cinematográfico de la violencia, también motivaron la sobreidentificación con el capital en su despiadada actitud predatoria. La exageración de la crueldad y el salvajismo acrecentaron la insensibilidad que le resulta útil a una de las funciones del realismo capitalista. Esto es lo que hay. Así funciona. Quizá sea injusto, es verdad, pero este mundo siempre fue una mierda y hubo cosas peores. Nada puede ser mejor que esto. Hasta la mafia compite y practica los códigos del mercado. Hasta los Sawyer se sumaron al juego. La única alternativa es una motosierra… 

Patrick Bateman persigue a una de sus víctimas con una motosierra
 ¿El desarrollo del slasher también habrá acostumbrado nuestras retinas a la percepción de la crueldad como si fuéramos familiares de aquellos espectadores de los suplicios que describe Foucault? Vuelvo al horror de Craven. Examinemos su mejor aporte al cine del género: Una pesadilla en Elm Street (1984). Aquí procede como Hawthorne con Wakefield: relee un texto de la prensa sobre gente que muere mientras duerme y lo lleva al ámbito de lo extraordinario. Aquel film repite (como Viernes 13 había repetido) el tópico de la venganza. Debido a una impericia judicial, la búsqueda de justicia que inician las familias, al margen de la reparación simbólica, provoca que Krueger se potencie: muta en un serial killer onírico. Nada se resolvió y la venganza del monstruo vuelve, indetenible, como un trauma. Los jóvenes sufren los pecados de la generación anterior. Nancy pretende que su padre (el teniente Donald Thompson) arreste de nuevo a Krueger en su casa. Aunque luego veamos en la pantalla tanta sangre como en un matadero, en el fondo persiste la ética que Craven conservó de su educación religiosa. En este punto, creo que se produce el desencuentro con la retórica visual de Tarantino, que en 1974 había visto The Left House a los 11 años y que lo había conmocionado más que la repentina orfandad de Bambi

 Tesis Wertham: la violencia reproducida por Hollywood puede terminar impactando en la realidad social con sujetos que pasen a la acción directa. Esto es precisamente lo que les pasa a mis personajes, podría responder Tarantino. En esa línea se inscribe Death Proof (2007), que tiene el mismo giro protagónico inaugurado por Psycho, excepto porque, en su parte B, en vez de que intervengan los agentes de la ley, surge la réplica de las cinéfilas fierreras que harán del cazador un cazado. Antes, Mike, un doble de riesgo, acecha en su automóvil y arremete, al estilo Carmageddon, contra cuatro mujeres jóvenes. Asistimos al desplazamiento de un hombre que interpreta acciones verdaderas dentro de una ficción y que luego repite su oficio en el registro de la vida cotidiana. Este es el monstruo de Tarantino. En la sociedad del espectáculo, alguien arriesga su cuerpo y nadie lo reconoce, mientras quienes sólo posan con su cuerpo (como Julia y Lee) son reconocibles en el espacio público (a través de carteles publicitarios y revistas). El veterano Mike busca la satisfacción de sobrevivir en el punto límite donde otros sucumben a la violencia suprema. Cuando termina la parte A, en el hospital donde fue a parar el psicópata, escuchamos que el sheriff Earl McGraw le confía a su hijo: “Ese tipo asesinó a las chicas; usó un auto en lugar de un hacha”. Estamos en Austin, Texas, y en esta comparación debería haberse nombrado la motosierra (por el rugido del motor, por su condición de máquina, por el simbolismo fálico que aquí luego se hará explícito, puesto que el dominio sexual se expresa con los automóviles persiguiéndose), pero a estas evidencias Tarantino se las deja a los espectadores. 

 McGraw advierte en la coartada del asesino su propia coartada para seguir con su vida y evadir su responsabilidad ética. Le basta con que el fiscal haya planteado la ausencia del delito. El sheriff no puede probar su hipótesis sobre la premeditación del homicida, pero tampoco le interesa; sólo espera que, si lo hace de nuevo, no lo haga en su estado. Ni a la justicia ni a la policía le importan indagar más en el asunto. De esa repetida escena del género, donde las instituciones se desentienden del caso, salen los personajes de la parte B. Ahí donde Craven mostraba un camino vacío, errado, ilusorio, los personajes de Tarantino se redimen a través de la violencia, como Kiddo o Django. El terror realista, en esta versión del slasher, se refleja a la distancia en The Last House, salvo que hay detalles que nos recuerdan que estamos en un film: el desgaste de la cinta, los anacronismos deliberados, el guiño a cámara de Russell, el silbido del ringtone que remite a Kill Bill que remite a Twisted Nerve… Tarantino repite it’s only a movie, pero con la (auto)conciencia posmoderna que siempre sabe que está viendo una película. Esto es cine y todo el tiempo remite a sí mismo. 

Vanita "Stretch" Brock en la última escena de La matanza de Texas 2

 Este meticuloso film cambia (las expectativas) de(l) género y lo hace de un modo mucho más silencioso (aunque menos atractivo) que Scream (1996). Por lo demás, en La masacre de Texas 2, Hopper ya había trastocado a la final girl, haciéndole agarrar la motosierra ancestral de los Sawyer para que arremeta contra Chop Top. La remake noventera de Night of The Living Dead también había operado en este sentido, aplicando un subrayado grueso y cambiando las actitudes de su protagonista para que transitara de chica temerosa a guerrera apocalíptica. “Somos ellos y ellos son nosotros”, concluye Barbara, hacia el final de la película, cuando observa los divertimentos que tienen los sobrevivientes con los zombis. Luego, se escucha la clásica motosierra, pero para abrir la puerta cerrada del sótano donde Ben se refugió y, ante el doloroso resultado, vemos el desquite que Barbara se toma al reencontrarse con el egoísta Cooper. La enardecida golpiza final en Death Proof es una ronda celebratoria: la doble Zöe no sólo ha cumplido una fantasía relacionada con el cine, sino que, al practicar nuevamente su riesgoso juego, provocó que sus amigas hayan atrapado a un criminal y hayan vengado a las otras chicas. El detalle es que todas ellas ignoran esto último. 

 Si se razona aquel hecho final, la reacción es desproporcionada con respecto al daño, pero el trío femenino está actuando para la memoria del espectador, que ha presenciado los crímenes de la primera parte. Por lo tanto, inferimos, en aquella devolución del mal, un trato justo sobre todo cuando cae el taco que remata a Mike rendido en el suelo: A Crash Course in Revenge. Participamos de esa misma ilusión de justicia que ofrecen los cómics de superhéroes. Estas mujeres prefieren arriesgar su vida antes que perder la oportunidad de vengarse. Así se han convertido en el terror del monstruo, en aquello que se alza, inesperado, imprevisto; tan sorprendente como el disparo de Kim que penetra a Mike. Recién entonces recordamos que ella contó (durante la típica escena del café) que anda armada, sólo por el hecho de vivir en su barrio y de salir a colgar ropa durante la noche. Todavía estamos en el mundo de Reservoir Dogs, salvo que aquí hay cooperación y lealtad. 

 En sus Meditaciones de cine, Tarantino recuerda cómo pensaba su madre sobre la violencia que exhibía la pantalla. Cuando le prohibió ir a ver Melinda (1972), él le preguntó el motivo y ella respondió: “Verás, Quentin, es muy violenta. No es que eso lo rechace forzosamente. Pero no entenderías el argumento. Y, sin entender el contexto en el que se desarrolla la violencia, estarías viendo la violencia por la violencia. Y eso no es lo que quiero”. Desde este punto de vista, le preocupaba más que su hijo consumiera las noticias. (Las noticias son los relatos descontextualizados por excelencia, si no pensemos en el trabajo reconstructivo de Los siete locos para comprender las acciones de Erdosain frente al discurso de la prensa que lo simplifica.) Tarantino, que descree de la seducción de los inocentes, sigue aquella lógica de su madre. Toda brutalidad –opina el director– debe experimentarse en su contexto. Las imágenes deben procesarse dentro de la unidad y no aislarse para que integren una antología sádica. La trama es ineludible y el cine en el cine es parte de ella. La violencia, en Tarantino, no es boxeo, es catch; es el ejercicio de una figura retórica: la hipérbole. Su maniobra poética fue amplificar esa violencia que circulaba por el cine y estetizarla. 

 Frente a estas consideraciones, Russell tal vez nos aclare el panorama, ya que, acercándose a Freud, argumentaba que, además de impulsos creativos, tenemos impulsos agresivos inevitables. La sociedad, con sus normas, nos impide entregarnos completamente a ellos. Por lo tanto, hay que satisfacer de algún modo inofensivo los instintos heredados de “largas generaciones de salvajes”, cuya máxima expresión es la guerra. Pues bien, el pacifista Russell canalizaba su violencia hacia la literatura: “encuentro suficiente desahogo con las novelas de detectives, identificándome alternativamente con el asesino y con el detective-cazador, pero sé que hay otros para quienes este desahogo es demasiado moderado, y para ellos se debería inventar algo más fuerte” (1949, p.20). Quizá el cine de terror, además de simbolizar pesadillas colectivas, haya contribuido a satisfacer nuestros impulsos agresivos, desviándolos de la vida cotidiana, y acaso la motosierra sólo sea uno de sus objetos emblemáticos; o quizá este género, con sus imágenes, también haya aportado su cuota a un entorno cultural más cruel. Presiento que haría falta toda una saga para tratar el regreso de este dilema. 

La motosierra en el cine por Leandro Forti está bajo una licencia CC BY-NC-SA 4.0


   Referencias 

  • Barreiro, Roberto. Máscaras, machetes y masacres: historia del slasher. Buenos Aires: Cuarto Menguate, 2022. 
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  •  Foucault, Michel. Vigilar y castigar: el nacimiento de la prisión. Buenos Aires. Siglo XXI, 2014. 
  • Grant, Barry Keith (editor). Robin Wood on the Horror Film: Collected Essays and Reviews. Detroit: Wayne State University Press, 2018. 
  • Harvey, David. Breve historia del Neoliberalismo. Madrid: Akal, 2007. 
  • Kempner, Brandon. “Deadites and the american Zombie tradition”. In: Reikki, Ron; Sartain, Jeffrey (editors). The Many Lives of The Evil Dead: essays on the cult film franchise. Jefferson: McFarland & Company, 2019. 
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  • Palacios, Jesús (ed.). TerrorVisión: relatos que inspiraron el cine de horror moderno. Valdemar, 2018. 
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  • Ressler, Robert K.; Shachtman, Tom. Asesinos en serie. Barcelona: Ariel, 2018. 
  • Rose, James. Devil’s Advocate: The Texas Chain Saw Massacre. Leighton Buzzard: Auteur, 2013. 
  • Russell, Bertrand. Autoridad e individuo. México: Fondo de Cultura Económica, 1949. 
  • Tarantino, Quentin. Meditaciones de cine. Buenos Aires: Reservoir Books, 2023. 
  • Wooley, John. Wes Craven: The Man and His Nightmares. Hoboken: John Wiley & Sons, 2011.

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