La voz del sargento Johnson

La voz del Sargento Johnson | Leandro Forti

 Leí en Las vidas de Brian las anécdotas que el cantante de AC/DC cuenta sobre su padre, quien fue soldado voluntario en la Segunda Guerra Mundial. Me tomé el atrevimiento de reescribir, contextualizar y ampliar esas memorias, que no desentonan con las historias clásicas del cine bélico. El azar, el amor, la vida y la muerte.

***

El arma secreta de Alan Johnson era su voz. Esta cualidad, al principio, pasaba desapercibida, puesto que, a simple vista, el hombre medía poco más de metro y medio. Con esa estatura, no intimidaba demasiado. Sin embargo, cuando hablaba (las pocas veces que hablaba) era tan potente que podía hacer que alguien le prestara atención, aunque estuviera a un kilómetro de distancia. Incluso cuando gruñía, lograba que sus palabras sonaran con el volumen de un trueno. Esa voz fue la que llevó consigo en la Infantería Ligera de Durham y la que le salvó la vida en medio del desierto africano cuando escapó de un asalto alemán.


Rígido por la disciplina, sacarle una pizca de emoción a ese hombre era como sacarle sangre a una piedra. Decir, decía poco, pero, con frecuencia, rugía, bramaba, murmuraba entre dientes. Nunca se permitía mostrarse débil. Para un sargento, la severidad es indispensable: si no puede hacer que otros soldados le obedezcan sin dudar, entonces, en algún momento, alguien puede morir. De todos modos supo temprano que la muerte llega cuando quiere. En la batalla de Anzio, presenció cómo los jóvenes más jóvenes que él gritaban y clamaban por sus madres antes de morir entre las municiones del enemigo. 


Todo tiene su reverso. La inmisericordia del combate también sembró un silencio profundo en esa voz compacta y explosiva. Johnson experimentó la certeza de la orfandad en el mundo. El hombre, luego de haber visto tanta masacre, se hizo ateo. Cuando llegó con el ejército británico a Roma, a fines de la primavera del ‘44, si aún creía en algo, era en la suerte que lo mantenía vivo o en la belleza… en la belleza de las jóvenes católicas que encontró en aquella ciudad italiana. En medio de la guerra contra las fuerzas del Eje, conoció a Esther María Victoria Octavia de Luca, que había nacido en Frascati, un pueblo cerca de Roma.


Los De Luca tenían una buena posición económica en la sociedad. De hecho, sus hermanas decidieron casarse para mantener el estatus: una lo hizo con el dueño de una fábrica de azulejos y la otra se integró a una familia que tenía una cadena de farmacias. Por su parte, Esther estaba comprometida con un dentista alto y galante, pero se decidió por el solado de cuerpo breve. Fue amor a primera vista. Cuando estuvieron cara a cara, ella creyó ver en él una réplica de George Raft, el actor que había protagonizado Scarface en 1932.  


Al parecer, el hombre de la voz potente también era un hombre de palabra. Además de convertirse en católico para congraciarse con la familia De Luca, el ardid de Johnson fue que aprendió a hablar italiano y le prometió a su amante que, en Inglaterra, hablarían siempre ese idioma. Mantuvo la promesa hasta el final de su vida. Testigos fueron sus hijos que, cuando empezaron a ir a la escuela, comenzaron a preguntarse por qué las palabras que escuchaban todos los días en su casa no se repetían en ningún otro lado. No sin dificultad, el hombre inglés hablaba italiano con acento de Newcastle y, cuando su esposa no lo entendía, a él no se le ocurría otro recurso que repetir lo mismo que había dicho pero más fuerte. 


Al término de la guerra mundial, los enamorados se habían mudado a Dunston, en el noreste de Inglaterra. La vida siguió siendo difícil allí. No tenían dinero para una casa. Así que convivieron un tiempo con los Johnson (llegaron a ser 17 personas compartiendo el mismo techo). Los demás familiares veían a Esther como una extranjera derrotada o como una intrusa. Bajo esa mirada hostil, ella se convirtió en costurera, practicando a la par de una máquina Singer, que usaba noche y día para coserles trajes de boda a las novias del pueblo. Quizá, mientras trabajaba con esos vestidos, pensó más de una vez en la vida cómoda de sus hermanas, quienes, durante años, sólo volverían a oír su voz a través de un teléfono; ese teléfono era el de una cabina callejera a la que tenían que llamar en cierta fecha y en cierta hora para poder encontrarse. 


Mientras tanto, algo que a Esther le hizo recuperar su identidad fue la cocina italiana, cuyos condimentos, desconocidos para el menú inglés, le hacían destacarse entre sus vecinos. Frente a los bizcochos, hacía sus bomboloni. Frente a las salchichas inglesas, hacía pastas. Frente a las chuletas de cordero, hacía pizzas. Conseguía las provisiones gracias a un tal señor Fazzi, dueño de una empresa italiana, que, desde Glasgow, importaba los alimentos. Durante la guerra, los ingleses lo habían encarcelado a él y a sus hermanos. Ahora les hacía llegar a sus compatriotas pasta Mennucci, aceite de oliva Bertolli, salame auténtico, grandes latas de tomates, queso parmesano y diferentes harinas para las preparaciones.


Esther hacía los pedidos los viernes al mediodía, desde la cabina del teléfono público y, a los pocos días, alguien llegaba con todas las provisiones. Ella sabía múltiples recetas de memoria y en esa memoria, a través de los aromas, se reencontraba emocionalmente con la otra vida que había sido. Uno de sus hijos, Maurice, gracias a ese espectáculo, terminó siendo cocinero; cuando veía a su madre preparar los alimentos, quedaba como hipnotizado frente a ella. Si Alan, duro y taciturno, era la columna vertebral de esa familia, Esther, sonriente y amable, era la voluntad que animaba la vida cotidiana de esa nueva época modesta.


Antes de haber abandonado el terruño, la pareja ya esperaba un hijo: Brian nació el 5 octubre de 1947. El primogénito heredó la voz de su padre, pero la televisión le entregó una epifanía cuando tenía 11 años. Un día faltó a la escuela y, para distraerse del aburrimiento, sintonizó el único canal, que era el de la BBC. Durante una pausa en la programación, apareció un hombre de bigotes, maquillado, con camisa de lentejuelas y corbata fina, parado frente a un piano. Al grito melódico de “¡AUAMBABULUBA-BALAMBAMBÚ!”, Little Richard, sin saberlo, le mostró a ese niño de Beech Drive que la potencia de una voz podía usarse para electrizar a las personas con una energía positiva. El sueño de cantante había nacido en el pequeño Brian para combatir aquel destino que le atemorizaba: terminar como un trabajador cautivo en una mina de carbón de Dunston.  


Bueno, su padre, hacia 1939, para zafar de esas minas de carbón, se había anotado en el ejército británico, pero unos meses después el relámpago nazi cayó en Polonia. Entonces, Inglaterra entró en la Segunda Guerra Mundial. El soldado raso fue enviado al norte de África. La Italia de Mussolini había invadido Egipto en 1940. Dos meses les bastaron a las tropas británicas para expulsar a los fascistas. Este desastre bélico hizo que Erwin Rommel apareciera en el desierto por órdenes del Führer. De manera que, para encontrarse con la mujer que le daría amor y cuatro hijos, Alan Johnson primero tuvo que sobrevivir a los ataques alemanes del Afrika Korps (1941).


Fue lo más parecido a un milagro que Johnson sobreviviera en el desierto entre 1941 y 1943. Municiones, proyectiles, minas y bombas se desperdigaban en el medio de la nada. Las moscas formaban nubes negras sobre los cadáveres. Los tanques y camiones ardían impacientes. El día quemaba sobre la piel y la noche congelaba los cuerpos fatigados. Escaseaba el agua potable y la poca comida se sufría peor que en cualquier otro frente de batalla. Los italianos, por ejemplo, abastecían a los alemanes, pero el abastecimiento también era un problema, porque muchas veces los alimentos que les llegaban se descomponían por el calor. Ante la falta de carne vacuna, los del Afrika Korps empezaron a recibir unas conservas de carne mezclada con cartílagos. Venían en unas latas que tenían impresas las letras “A.M” (de Alimento Militare), pero los soldados alemanes, manteniendo el sentido del gusto, las nombraron Alter Mann, que significa “hombre viejo”. 


En medio de la guerra, además de seguir vivo, Johnson fue ascendiendo de rango hasta convertirse en sargento. Poca fue la competencia. Casi todos los candidatos morían antes de postularse. El día que más cerca estuvo de morir fue en Túnez. El Afrika Korps venía en retirada por la derrota en El Alamein. Johnson iba en la parte de atrás de un camión, durante un patrullaje por el territorio. De pronto, entre nubes de arena, tropezaron con un semioruga alemán que iba armado con un cañón antiaéreo. En segundos, el camión británico se convirtió en chatarra. El sargento Johnson y otros soldados habían logrado saltar a tiempo. Buscando refugio, se amontonaron en una cueva cercana. Pero los alemanes apuntaron con el cañón hacia la guarida: dispararon contra el escondite hasta aburrirse. Cuando enmudeció la ráfaga, Johnson era el único vivo (no sin antes haber inhalado vapores tóxicos de proyectiles y partículas de metralla). En su mente confundida, estaba convencido de que los alemanes lo habían visto salir de la cueva arrastrándose, pero que lo habían dejado ir porque apenas podía caminar. Más que un prisionero, habría sido una carga inútil. 


El sargento Johnson escapó de aquella emboscada y rengueó con desesperado esfuerzo, entre matas y polvo, durante kilómetros. Cuando por fin llegó hasta la posición más cercana de los Aliados, un centinela se asustó al verlo y le disparó con el rifle. “¡Soy un sargento británico, imbécil!”—gritó el extraño—. “¡Tiene que pedirme la contraseña, maldita sea!” Por un instante, sólo se escuchó el desierto y luego, el centinela, después de una tos tímida, retomó el protocolo: “Eh, lo siento, sargento, ¿me puede decir la contra...” “¡No me acuerdo la contraseña! —respondió el otro— ¡Déjame entrar de una vez por todas, con un demonio!” Dichosos a los que les creen sin ver. Una vez a salvo, la adrenalina lo abandonó. De aquella experiencia le quedó una cicatriz en el dedo gordo de la mano izquierda y un dolor de estómago crónico por haber inhalado el tóxico aliento de la muerte en aquella cueva. 


La unidad de Johnson pudo llegar a Sicilia el 10 de julio de 1943, en la operación Husky. Al año siguiente, el destino fue la batalla de Anzio, a pocos kilómetros de Roma. La contienda duró cinco meses. Fue un fracaso táctico que se convirtió en una guerra de trincheras. Tras el desembarco, los Aliados (al mando del prevenido John Lucas) pospusieron el avance hacia Roma. Esa demora le permitió a los alemanes ordenarse y contratacarlos en el territorio. Las tropas aliadas debieron combatir y replegarse hasta la playa de Nettuno. Murieron más de 7000 hombres y decenas de miles fueron heridos en combate. Finalmente, hacia comienzos de la primavera, gracias al triunfo en Montecassino, se rompió la defensa alemana y se avanzó hasta Roma. La batalla de Anzio fue una victoria importante en la campaña italiana, pero es menos recordada que el desembarco en Normandía, salvo para los soldados, que nunca olvidan cada escena del teatro bélico.


El sargento Johnson (al igual que otros) no olvidó ninguno de aquellos combates, pero blindó su memoria frente a los demás. Tampoco hubo tiempo para procesar la vida al límite que había transitado. Al terminar la guerra, recibió una medalla por correo y le dieron la baja del ejército. Sintió ese doble gesto como si, en vez de haber salido victorioso, hubiera sido un derrotado. En cierto modo lo fue, porque, ya como un civil entre los civiles, el único trabajo que encontró, en este escenario de posguerra, fue en una fundición, donde hacían moldes para todo, desde tapas de alcantarilla hasta vías de tren. A él le tocaba limpiar los hornos por dentro: un trabajo no muy limpio, aunque menos traumático, para el que, sin embargo, no le daban ropa, ni guantes, ni gafas de protección; sólo se cubría la cara con un pañuelo.


Contra la experiencia de la muerte no es desatinado pensar que alguien desee aferrarse a la vida todo el tiempo que pueda. Así que, junto con Esther, tuvieron un hijo por año: Brian, Maurice, Victor y Julie. La voz del cascarrabias silenció aquel pasado y se dedicó a trabajar para la familia. De todos modos, aunque el tiempo avanza cambiante, también una parte de ese tiempo se arrastra inmóvil. Cada tanto, a su memoria volvían las órdenes que había dado sobre la cabecera de playa, en Nettuno. Las palabras, lanzadas por su voz y obedecidas por la tropa, habían salvado a unos pero no habían alcanzado para otros. Guardó aquellas escenas para sí mismo, hasta que, treinta años después, pudo empezar a decir y a concretar una despedida.      


Cuando podían, los Johnson viajaban a Frascati y visitaban a los De Luca. En aquellas oportunidades, hubo reencuentros más intensos que otros. Esta vez, acompañado por sus hijos mayores, pidió que lo llevaran hasta el cementerio militar. «Me gustaría ir a Nettuno», confesó lacónico. Brian y Maurice lo llevaron en un automóvil. Durante la hora de viaje, no hubo preguntas. Al llegar, los recibieron unos parientes de Esther, que tenían un departamento; el balcón de ese departamento daba justo a la playa. Los anfitriones, después de hacerlos pasar, los condujeron hasta el balcón; les sirvieron salamín, queso, pan y vino. Frente al banquete, Alan Jonhson levantó la mirada, divisó una gran roca a lo lejos y la señaló para sus hijos. Ubicada a unos cientos de metros, alcanzaba a verse, justo donde la playa parece tocar la orilla. Entonces, los hermanos escucharon, por primera vez, a su padre hablar sobre la guerra. Tras aquella roca, se había refugiado con su pelotón, esquivando muertos en el camino, mientras los aviones americanos atacaban las líneas alemanas. 


Después, los tres fueron al cementerio. Había miles de cruces y algunas estrellas, erguidas sobre el césped, bajo los árboles, cada una con su nombre. El padre, cuando empezó el recorrido, recuperó, por acto reflejo, una postura olvidada: enderezó sus hombros y lentamente, señalando algunas tumbas para sus acompañantes, se dirigió hacia una hilera que quizá recordaba de ese otro tiempo. Allí estaban Tommy, Eric, Mickey. Ninguno tenía más de 21 años. Pidió quedarse solo. Agachó su cuerpo, buscando acercarse a la tierra como a un confidente. Primero estuvo mudo. Sonreía de vez en cuando y asentía en el silencio. Luego, murmuró algunas palabras, lloró y algo se liberó en él. Entonces, volvió a estirarse, pero sin desviar la mirada y, para despedirse, saludó como un sargento, aunque ya no lo era. 



Fuentes bibliográficas 

  • Arguindeguy, Diego; Browarnik, Graciela. Soldados de la Segunda Guerra Mundial: Soldado del Afrika Korps [fascículo]. Buenos Aires: Planeta, 2018. 
  • Bourke, Joanna. La segunda guerra mundial: una historia de las víctimas. Buenos Aires : Paidós, 2003.
  • Johnson, Brian. Las vidas de Brian. Barcelona: Contra, 2023. 
  • Stone, Norman. Breve historia de la segunda guerra mundial. Buenos Aires: Ariel, 2013. 
  • Zaloga, Steven J.; Dennis, Pete (il.). Anzio, enero de 1944: punto muerto en Italia. Barcelona: RBA, 2008.

Comentarios