La venganza del amaranto

    
 Reseña completa de este libro de Ricardo Serruya, que es una investigación periodística sobre las consecuencias de la soja transgénica y las fumigaciones con glifosato. Las limitaciones del modelo productivo, los efectos sobre el territorio y las personas. Las mentiras que se propagan para sustentar un negocio que conlleva el costo de la muerte.    

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  Este libro se presentó a fines del 2012 en el Foro Cultural Universitario, siguió rodando por otras localidades y el mes pasado regresó a la Feria del Libro santafesina. Ricardo Serruya es el autor. La editorial que publicó el trabajo es Último Recurso. Cuesta $50 pero está bajo una licencia copyleft: las 145 páginas se pueden copiar y distribuir libremente. La prosa de esta investigación es cercana a la oralidad. Así que el estilo es accesible, como se pretende de la escritura periodística. De este modo, el libro funciona como una introducción a “cómo la soja y la fumigación enferman y matan”.  

  El trabajo que se resumirá en las siguientes páginas trata varios aspectos de un mismo problema que luego pueden profundizarse al recurrir a otras publicaciones sobre el asunto. En el prólogo, ya lo señala el doctor Medardo Ávila Vázquez, integrante de Médicos de Pueblos Fumigados: “Un solo libro será sin duda escaso para contener toda la información y reflejar las diversas formas en que las poblaciones fumigadas vienen manifestando su rechazo y resistencia a este sistema de agricultura tóxica” (p.9). No obstante, La venganza del amaranto “muestra nuevos y crudos escenarios de inequidad” y se lo valora como “un excelente aporte a la reflexión y comprensión de los procesos de cambio que se impulsan en nuestro país” (p.11).

Su autor aclara que la intención periodística es “centrarse en el poder destructor que poseen los agrotóxicos y los agroquímicos”. Estos se definen como “un amplio conjunto de sustancias químicas, orgánicas e inorgánicas, que se utilizan para combatir plagas, malas hierbas o enfermedades de las plantas, especialmente en cultivos intensivos” (p.23). Con este punto de partida, Serruya opta por un enfoque poco visible en la masividad mediática, pero intensamente discutido en el territorio y en las publicaciones alternas, tanto radiales como gráficas. Son las consecuencias negativas del vigente modelo productivo: “Las actuales políticas no sólo están enfermando y matando a nuestra gente a causa de la fumigación con veneno, sino que además están enfermando y matando a nuestro ecosistema” (p.22).

  ¿Cuál es el saldo menos óptimo de la “agricultura tóxica extensiva”? Vázquez lo anuncia en el prólogo: “Para muchas personas que perciben este escenario desde la ciudad, ese es el de un sistema exitoso que permitió, supuestamente, mejorar los ingresos del país y ofrecer algunas respuestas estatales a las capas de la población más desposeídas, para algunos incluso con un sentido de redistribución. Para muchos, también, es la llegada del ‘desarrollo’, del ‘progreso’, del capitalismo que llega al interior del interior para cambiar el rancho y a la vinchuca por el avión, camión fumigador y los grandes acopios de granos. Es el que cambia la cultura de los campesinos ancestrales, del algarrobo, del quebracho, de la chacarera y la zamba, por la camioneta Amarok y las empresas contratistas” (p.8).

 La venganza del amaranto, entonces, es un reportaje que, valiéndose de fuentes primarias y secundarias, busca desmentir declaraciones, contrastar datos y denunciar las consecuencias del monocultivo de soja y de los productos químicos que se usan para sostenerlo. Investigaciones científicas, publicaciones en diarios, voces de las personas que viven en las localidades afectadas, comunicaciones de asambleas vecinales que resisten y descripciones del paisaje son algunos de los documentos citados. De esta manera, el autor hace las veces de analista y de cronista. Esto hace que, en los diferentes capítulos, se lean tramos con secuencias descriptivas y en otros pasajes haya secuencias argumentativas, guiadas por una puesta a prueba de las verdades que circulan en los discursos sobre la soja transgénica.    

   Así, por ejemplo, en varias ocasiones, el autor cuestiona el mito de la mal llamada “leche de soja”, que, según advierte el doctor Darío Gianfelice, está contraindicada para menores de dos años. “Además esta supuesta ‘leche’ de soja, que ocasionalmente se comercializa con añadidos de azúcar y jugos frutales y vegetales, representa un factor de riesgo para el aumento de caries y erosión dentaria en los niños, debido a que posee una capacidad erosiva del esmalte dentario al disminuir el ph en la boca” (p.29). Asimismo, se exponen claramente los riesgos que causan las fumigaciones que la soja transgénica necesita para mantenerse “saludable” a simple vista, mientras que lo que recibe son distintas clases de venenos con distintos niveles de toxicidad.

  El autor explica la peligrosidad del glifosato, que es el herbicida que más se usa: “la aplicación de glifosato daña la biodiversidad, provoca la destrucción de otros cultivos y hasta intoxicaciones seguidas de muerte tanto en las personas que los utilizan como en las que habitan en zonas aledañas” (p.25). Nadie escapa de la contaminación: ni quienes viven cerca de los campos ni quienes transportan la cosecha. Por ejemplo, se nombran los camioneros muertos por la intoxicación de pastillas de fosfina, lanzadas en la parte trasera del vehículo. O denunciando un grado mayor de barbarie, se recuerda a los Chicos Bandera de Las Petacas: “Se trata de menores que se ubican en los vértices del inicio y el final del campo y que ‘trabajan’ de límite humano, su acción consiste en levantar banderas para ser vistos por el piloto del avión fumigador de manera tal que el veneno que se derrama sobre el campo solo caiga en el cuadrado delimitado por esos chicos” (p.111).

  Pero para organizar el recorrido del libro, éste se puede dividir en ocho partes. La primera es “La república de la soja”. Al comienzo de este capítulo, se explicita la perspectiva que adoptará el reportaje. “Sería una necedad no reconocer que las arcas tributarias se han engrosado a partir de la recaudación que esta actividad genera: diversas regiones del mundo solicitan para su alimentación y el de animales toneladas de soja que nuestro país exporta. Esta es una mirada de la realidad, pero no la única” (p.21). La otra es señalar la dependencia respecto de la soja y las consecuencias que trae para el ambiente en el que se vive. Para ello, el autor repasa cómo a partir de la década del 90 comienza a expandirse el cultivo de esta semilla.

 Luego, se describen brevemente las provincias que cambiaron su paisaje por el verde transgénico: Salta, Chaco, Buenos Aires, Entre Ríos, Córdoba, Santa Fe. “La escenografía y las postales geográficas se han modificado. Viajar por cualquier ruta de estas provincias presenta un espectáculo repetitivo: grandes extensiones de campos donde sólo se ven enormes plantaciones de soja, incluso puede observarse plantas de este cultivo en las banquinas. Ya no se aprecia el citrus en Entre Ríos, algodón en Chaco o maíz y girasol en Santa Fe. El ganado debe ‘apretarse’ en pequeñas parcelas, pues donde antes se ‘pastoreaba’ hoy hay plantaciones” (p.49). En definitiva, lo que se retrata es el avance de la frontera agropecuaria.

  En efecto, la búsqueda de nuevos espacios para la siembra motiva el ingreso de esa lógica industrial en nuevos escenarios. “En Salta, el uso de explosivos para la extracción del petróleo y la tala indiscriminada de árboles para aserraderos o para convertir fértiles bosques en áridas parcelas para cultivar soja son las causales de los desastres ambientales que sufre la gente que allí habita” (p. 34). Al agotamiento de los suelos, se la agrega la deforestación, que también provoca daños ambientales. “Las provincias del norte del país son las que en los últimos 10 años percibieron –y sufrieron– el mayor avance de la frontera del monocultivo de soja sobre los territorios donde –antes– asomaba el tabaco, la caña de azúcar, el trigo o el algodón” (p.46).

  Así, “lugares donde ni se la conocía a la soja pasaron a ser extensiones de terrenos donde sólo se cultiva el poroto mágico. Casos como el de Santiago del Estero transformada en la cuarta provincia productora de soja o Catamarca donde se están produciendo dos cosechas de soja por año son muestras de los afirmado” (p.30). Como contrapartida, el autor, desde el presente de la escritura, sostiene: “Poco tiempo pasará para que nos demos cuenta que la producción del monocultivo perjudica a los pequeños ganaderos (muchos de ellos deberán arrendar sus tierras a grandes productores e, incluso a sectores que nada tienen que ver con la agricultura pero que ven, en la soja, el negocio) y violentará nuestro medio ambiente, fundamentalmente el suelo” (p.32).

  Por otro lado, se resaltan las desigualdades que genera el avance del monocultivo en esta provincia. “Ya no existen localidades que antes convivían con una cosmovisión agropecuaria y ganadera, donde gran parte de sus habitantes eran pequeños productores, se enorgullecían de serlo y hasta pasaban su chacra de generación en generación. San Justo, Crespo, La Gallareta ya no son lo que fueron, sus campos son arrendados, alquilados para que otros produzcan –a gran escala– soja” (p. 50). Quienes disponen de más capital consiguen más beneficios, mientras que a otras personas les queda adaptarse a nuevos hábitos. Juan Tschopp, un vecino de San Justo, comenta: “el que trabajaba en el campo se fue a la ciudad, cobra un alquiler, alquila a su vez una casa y no sabe qué hacer con su tiempo libre, se entristece, se deprime y pierde sus deseos de vivir” (p.32)

  El segundo apartado tiene un título que podría ser el de un film de Roger Corman: “El laboratorio asesino”. Aquí se aborda el impacto que tuvo la semilla que fue modificada gracias a la biotecnología. “Se entiende por soja transgénica a la planta que se le introduce artificialmente un gen para que, cuando ésta crezca, mantenga las características de este gen. De esta manera y a través de mutaciones que el producto experimenta va autocombatiendo daños que, agentes externos al mismo, pueden ir produciéndole” (p.59). El film El mundo según Monsanto (Robin, 2008) tiene una explicación gráfica que ayuda a la comprensión de esta maniobra. Pero, en síntesis, se puede decir que la planta es inmune al veneno porque ha sido preparada para soportarlo. Esto no quiere decir que esa combinación sea inofensiva.

  Entonces, ¿para qué se la manipula?: el cultivo modificado genéticamente resiste la acción de los herbicidas. Por lo tanto, demanda pocos cuidados en grandes extensiones de campo. No hay que andar sacando yuyos, uno por uno, con la mano. Tampoco requiere abundante riego. O sea: con menos costos y en menos tiempo se obtiene más ganancia. “Planteado así parece un buen método si no fuera porque sus efectos en la salud humana son perjudiciales, destruye la riqueza de la tierra, enferma a quien manipula el veneno y a quien lo recibe por vivir cerca de los campos fumigados, expulsa mano de obra campesina pues plantea un modelo de agricultura sin agricultores, y produce renta para un pequeño número –ínfimo– número de personas” (p.57).

  El autor recuerda que en 1996 salieron a la venta estos productos transgénicos. “Su inclusión dentro del mercado argentino tiene una historia impregnada por hechos sospechosos de corrupción y de desconocimiento ya que su introducción fue autorizada sin debate público, mediante una resolución administrativa de la Secretaría de Agricultura bajo la gestión del ex peronista disidente Felipe Solá, y sin la participación del Congreso Nacional” (p.58). Los beneficiados por estas semillas fueron “aquellos productores considerados como grandes”. En cambio, “la situación varía –y mucho– cuando se ve la rentabilidad de los pequeños y de los medianos productores, ya que la tecnología aplicada incrementa las escalas óptimas de producción, dando lugar a un importante proceso de concentración productiva” (p.64).

  Además de la desigualdad del acceso a la tierra y de los recursos económicos para poder trabajarla, otro legado del período neoliberal es la falta de controles. Por este motivo, en el libro se subraya la falta de regulación nacional y provincial a la producción de soja. “Resulta curioso cómo la actividad industrial posee una serie de normas acerca del manejo de los insumos y de los desechos mientras la producción agropecuaria carece de normativa pues nada de ello está normado. La única regulación a la actividad agropecuaria está limitada por las reglas del mercado, cuando es claro que, en lo referido al cuidado del suelo y de la gente, los mismos son insuficientes” (p.67).

  “El hambre y la soja” es el tercer capítulo, donde se plantea la pérdida de la soberanía alimentaria. ¿Qué significa? “Es el derecho de los campesinos a producir alimentos y el derecho de los consumidores a poder decidir lo que quieren consumir y cómo y quién se lo produce” (p.68). El argumento es que si existe una “concentración productiva” y falta diversificación en lo que se produce, entonces se reducen poco a poco las posibilidades de elegir qué consumir y a quién se le compra esos alimentos. “Hoy estamos en condiciones de afirmar que el monocultivo está negando a enormes bolsones poblacionales el acceso a la alimentación y separa cada vez más a los productores de los consumidores” (p.69).

  Después, se desmitifica la campaña “Soja solidaria” que, impulsada por empresas multinacionales, promueve alimentos elaborados con soja como solución al hambre. “Mientras quienes proponen y propugnan este plan no modifican su dieta y siguen manteniendo sus pautas culturales alimentarias, pretenden imponer a sectores sociales marginados otra dieta, lejos de su cultura, sus gustos y sus necesidades. Una especie de ‘apartheid alimentario’ con ‘comidas para ricos’ y ‘comidas para pobres’, donde estos últimos consumen los excedentes de los productos que ellos no pueden imponer en el mercado y amenaza con asesinar la diversidad nutricional que nos caracterizó como cultura” (p.73). Para este tópico conviene ver el film Hambre de soja Hambre de soja (Viñas, 2007).

 El cuarto apartado habla para los “Oídos sordos”. Son advertencias desoídas en ciertos ámbitos políticos, científicos y empresariales. “Transitar por pueblos y ciudades que han organizado su economía en base a la producción agropecuaria es escuchar denuncias sobre los pesares que han provocado ciertos componentes químicos utilizados para la fumigación de diferentes productos pero fundamentalmente la soja. El triángulo mortal se repite en cada lugar donde se extraen testimonios de vida: la tierra ya no es igual de fértil, los pobladores se enferman y hasta se mueren contaminados y la medicina suele mirar para otro lado. A esto habría que sumarle que los pastos naturales se secan, las aves y los insectos se mueren y una cadena biológica se viola” (pp.77-78). Así se vuelven a señalar los agroquímicos, pero esta vez articulando lo percibido por los habitantes y las pruebas que aportan los estudios académicos.

  “No son sólo los testimonios de los pobladores los que alertan sobre la capacidad destructiva de estos componentes, la ciencia lo ha demostrado con estudios que no dejan dudas” (p.78). Se citan estudios de distintas facultades: la ciencia criticando a la misma ciencia. Uno de esos investigadores es el doctor Carrasco. En el libro, se copian fragmentos de entrevistas que él mantuvo con el autor: “los químicos en el campo no se usan por capricho, sino porque hay 20 millones de hectáreas de soja, con una política que pretende avanzar con la frontera agraria y en la que se utilizan 300 millones de litros de químicos por año” (p.82). Otros estudios científicos internacionales son reseñados para sostener la tesis y mostrar los resultados que no se consideran, como, por ejemplo, las malformaciones congénitas que causan las fumigaciones.

  El capítulo siguiente es “El alimento como veneno” y alerta sobre los residuos de plaguicidas en frutas, verduras, carnes y lácteos. Otra vez, la falta de normas reguladoras: “Millones de argentinos consumen diariamente cereales, frutas, verduras y hortalizas que, en su mayoría, no atraviesan control alguno. O que estarían prohibidos en Europa y EE.UU., por superar los límites permitidos de agrotóxicos” (p.89). Este dato termina con cualquier indiferencia: las personas que residen en las ciudades no están a salvo de la contaminación. “Según los expertos, los plaguicidas viven decenas de años en la tierra y se trasladan muchas veces con los vientos o son comidos por las vacas junto con el pasto, y así entran a la cadena alimentaria hasta llegar a la leche que se consume en los hogares” (p.90).

 En este apartado, también se menciona el caso de las Madres de Ituzaingó. Ellas se organizaron para comprender por qué tantas personas de ese barrio de Córdoba se enfermaban, padecían y morían por cáncer o leucemia. “La explicación es tan lógica como dramática: durante años los residentes de barrio bebieron, lavaron y cocieron sus alimentos con agua contaminada con endosulfán y heptacloro y metales pesados como plomo, cromo y arsénico. Dichos componentes se encontraron en los tanques de agua combinados con las continuas y descontroladas pulverizaciones que se realizan sin control en los campos de soja vecinos” (p.91). Dos madres, María y Sofía, le hacen saber al cronista que los casos siguen: “los chicos nacen con malformaciones con 6 dedos, sin maxilar, sin cráneo, malformación de riñones”.

  En Santa Fe, vecinos de San Lorenzo, San Justo, Las Petacas, Máximo Paz y Piamonte tienen que lidiar con el descontrol de los agroquímicos. “Si la dieta del habitante exceptuara alimentos tales como hortalizas, frutas, legumbres o cereales, igualmente no estaría exento de contraer contaminación. Un estudio realizado por el Laboratorio de Endocrinología y Tumores Hormonodependientes de la Facultad de Bioquímica y Ciencias Biológicas de la Universidad Nacional del Litoral encontró residuos de plaguicidas en 76 mujeres que viven en Santa Fe y sus alrededores, no expuestas laboralmente a estos tóxicos. Entre las pacientes, 54 fueron diagnosticadas con carcinoma invasivo y 17 con patologías mamarias benignas. El 70 por ciento de ellas tenía una dieta rica en carnes rojas y embutidos” (pp.91-92). 

  La sexta parte se titula “Glifosato y Roundup: venenos mortales”. Aquí se habla de una de las empresas más cuestionadas. “Tanto el Glifosato como el Roundup son agrotóxicos, o sea, drogas que se utilizan para fumigar semillas transgénicas elaboradas por la multinacional Monsanto. Ambos productos son en la actualidad los herbicidas más vendidos a nivel mundial, ya que más del 75% de los cultivos genéticamente modificados son tolerantes a estas drogas” (p.95). A este dato, el cronista agrega: “Hoy, quien viaja por las rutas de la llanura pampeana o incluso por el norte de nuestro país puede ver, sujetada a los alambrados de extensas porciones de tierras cultivadas, sólo con soja, carteles de propaganda de Round up Ready” (p.95).

  Luego, se comentan las conclusiones de investigaciones científicas como, por ejemplo, el informe del Dr. Alejandro Olivia, que estudió la relación entre salud y exposiciones a los agrotóxicos. Abarcó, sobre todo, localidades santafesinas del sur: Alcorta, Máximo Paz, Santa Teresa, Carreras y Bigand. “Las conclusiones son tajantes y entre otros datos alarmantes puede leerse que existen relaciones causales de casos de cáncer y malformaciones infantiles entre los habitantes expuestos a factores de contaminación ambiental, como los agroquímicos… en el caso de cáncer de testículo existe una incidencia tres veces mayor al promedio nacional: en el cáncer de ovario, la incidencia es dos veces por sobre la media; el registro para cáncer de hígado es casi diez más que el promedio; en los casos de cáncer de páncreas y pulmón, el doble de lo esperado. También se registra un aumento significativo de cáncer de mama, y una notable incidencia en casos de cánceres de tipo digestivo” (pp. 96-97).

  El “Informe Olivia” también señalaba que las fuentes de contaminación eran “el uso de agroquímicos, las plantas de acopio de cereales, los depósitos de plaguicidas, los lugares donde se lavan y se guardan los equipos de fumigaciones, basurales a cielo abierto y transformadores de PCV” (p.97). Otro estudio es uno de la UNR, sobre cuatro localidades del departamento General López: Murphy, Santa Isabel, María Teresa y San Gregorio. El periodista dialogó con el investigador que estuvo al frente de aquel trabajo. Según Damián Verzañasi: “las causas de muerte de la población en el sur provincial se fueron modificando en los últimos 20 años (…) El cambio que ha habido en las formas de enfermar y de morir en estas localidades estaría asociado a los cambios de los modelos productivos que ahora tienen una necesidad de usar agrotóxicos mucho mayor a los que se utilizaba hace dos décadas atrás” (pp.97-98).

  En el próximo capítulo del libro, se repasan los proyectos de ley e iniciativas de regulación que no prosperaron. Sin embargo, al final se enumeran y describen acciones y movimientos sociales que “son una hoja más del amaranto colectivo”. Se trata de casos que sentaron precedentes judiciales, de ordenanzas logradas por vecinos autoconvocados, de trabajos de médicos rurales e investigadores científicos comprometidos. La mayoría fue mencionada en las páginas precedentes. Otros son casos como los sucedidos en San Jorge o en la comuna de Stephenson. Ambos lograron medidas importantes para regular fumigaciones (una judicial, la otra legislativa). Son noticias alentadoras que, de vez en cuando, aparecen, como la resolución provincial n° 269. Fue firmada por varios ministerios: el de Aguas, Servicios Públicos y Medio Ambiente; el de Salud; el de Producción; el de Trabajo; y el de Gobierno.      
                               
  “Mientras se demora el tratamiento legislativo de la reforma de la actual ley de agroquímicos, el gobierno dispuso por decreto la prohibición del uso de esos productos en espacios urbanos de toda la provincia. La medida alcanza a municipios y comunas en lo que refiere al control de la vegetación en espacios públicos y privados: plazas, parques, bordes de caminos, cunetas, cunetas y cementerios, entre otros” (Pausa, año 6, n° 120, 28 de agosto de 2013). La medida tuvo aceptación de las organizaciones que integran la multisectorial ¡Paren de fumigarnos! Pero la principal demanda, además del cumplimiento del decreto, es la reforma de la ley 11.273, que es del 95 y quedó desactualizada. Así, por ejemplo, el Centro de Protección a la Naturaleza adhiere a la postura de que “la Legislatura deje de dilatar el debate y se aboque a tratar algunos de los proyectos ingresados este año”. Uno es del diputado José María Tessa (Nuevo Encuentro) y el otro, de la diputada Inés Bertero (FPCyS).

  Hasta ahora, ningún proyecto logró tratamiento en el Senado. Los dos anteriores perdieron estado parlamentario, algunos incluso ya con media sanción. Por este motivo, las palabras preliminares de Ávila Vázquez aún interpelan: “Esa lucha, este conflicto, tiene un carácter ético muy fuerte, ¿quién ordenará nuestra sociedad? ¿Qué valores serán los predominantes? Su resolución no es trivial, hasta ahora prevalece el interés del dinero. El capital busca su reproducción ilimitada; para ello consume la fuerza del trabajador y absorbe recursos de la naturaleza. El mercado de nuestro mundo globalizado busca maximizar las ganancias en todos sus negocios, y está superando la capacidad regenerativa de la naturaleza. ¿El desarrollo de los medios de producción a cualquier costo es nuestro objetivo?, conceptos como el progreso y el avance y superación están cuestionados: el progreso que mata y contamina para nosotros no es progreso y aquí preferimos renegar del rótulo de progresistas” (p.10).

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