Sugar Man: un chicano en Sudáfrica

Sixto Rodriguez, Searching for Sugar Man
  El film Searching for Sugar man narra la historia de Sixto Rodriguez: un músico chicano que en la década del '70 tuvo nula repercusión en los Estados Unidos, pero que reverberó en Sudáfrica, entre jóvenes afrikáneres, durante la crisis del apartheid. Este ensayo interpretativo viaja hasta ese pasado para buscar una comprensión del fenómeno cultural.



 El asunto le asquea de principio a fin:
las leyes en sí mismas; la policía macarra; 
el gobierno, que defiende ruidosamente 
a los asesinos y denuncia a los muertos; 
y la prensa, demasiado asustada para dar la cara 
y decir lo que cualquiera con ojos puede ver. 

J.M. Coetzee, Juventud.
  

  En busca de Rodriguez

El primer largometraje del director sueco Malik Bendjelloul recrea la historia de cómo Stephen Segerman, un sudafricano que vivía en Johannesburgo, decide buscar a su ídolo musical. Movido por la curiosidad y el tiempo, va tras el origen de una obra que forma parte de la banda sonora de su vida: las imágenes de la adolescencia, los mensajes críticos al orden establecido, el contexto represivo de un gobierno segregacionista. El caso es que poco sabe sobre su artista predilecto, a pesar de la importancia que tiene para él. Además, ese apellido parece dispuesto a confundirse con el anonimato. Rodriguez bien podría ser el morocho con lentes negros que figura en la portada de su primer álbum o el seudónimo de un timbaletero de música latina. Otro dato que Sergenman conoce es que el músico murió, o se mató. Escucha varias versiones. Una de las leyendas habla de un Jimi Hendrix alterno que con su piromanía fue más allá de su guitarra y se inmoló en el escenario.

El mito sobre cómo llegó la grabación de Rodriguez a Sudáfrica asegura que una chica estadounidense, al visitar a su novio, arribó con un cassette. Luego, a él y a sus amigos les gustó lo que escucharon. Buscaron el vinilo para comprarlo, pero no lo pudieron encontrar. Empezaron a copiar la cinta, se multiplicó y circuló de mano en mano “ilegalmente”, hasta que en el ‘74 United Artists reedita el disco en ese país. Al respecto, Segerman comenta: “El álbum fue muy popular. Los sudafricanos lo consideramos la banda sonora de nuestras vidas. A mediados de los ‘70, si nos encontrábamos en cualquier casa de blancos liberales de clase media que tuvieran una colección de discos, si los revisábamos, siempre encontraríamos Abbey Road, de The Beatles, siempre verías Bridge over troubled water, de Simon and Garfunkel, y siempre verías Cold fact, de Rodriguez. Fue para nosotros uno de los discos más famosos de todos los tiempos. El mensaje que tenía era ‘Ser anti-establishment’”.

Durante esa época, el apartheid regía dentro de aquel país de África. La particularidad es que Sixto Rodriguez había escrito sus letras en otro territorio, los Estados Unidos, entre fines de los ‘60 y principios de los ‘70. Hijo de inmigrantes mexicanos, y empleado en varios oficios terrestres, cantaba las desigualdades sociales que veía en una sociedad industrializada como Detroit, en el estado de Michigan. Varias de sus composiciones aludían escenas problemáticas. Mike Theodore, co-poductor de Cold fact, dice a cámara: “Lo considerábamos un poeta de la ciudad interior, por ponerle música a sus poemas de lo que veía (…), de lo que veía en su barrio mientras caminaba por las calles”. Droga, pobreza, corrupción institucional, pocas expectativas de futuro, hechos que ocurren y que no se informan en los medios de comunicación... I opened the window to listen to the news,/ but all I heard was the Establishment's Blues (“Abrí la ventana para oír las noticias,/ pero todo lo que escuché fue el Blues de Lo Establecido”). 

Bendjelloul compone algunas imágenes líricas de Rodríguez y les devuelve la territorialidad en que fueron concebidas. A la vez, recurre al material de archivo para mostrar escenas a partir de las cuales esas letras fueron re-interpretadas. Esto se complementa con entrevistas, como la que se le hizo al copartícipe de la búsqueda, el crítico musical Craig Strydom. Este aclara: “Como vivíamos en una sociedad en la que cada medio se usaba para mantener el apartheid, este disco contenía de algún modo letras que nos daban la libertad, como gente oprimida que éramos. Toda revolución necesita un himno. En Sudáfrica, Cold fact fue el disco que le dio permiso a la gente para liberar sus mentes y comenzar a pensar distinto”. Hay que considerar que ese era un contexto represivo en todos los ámbitos. “Los músicos sudafricanos no podían tocar en el extranjero ni había actuaciones extranjeras en Sudáfrica. Era una situación de puertas cerradas entre Sudáfrica y el mundo”, recuerda Strydom en el film.

La mirada externa recaía sobre el país y éste recibía sanciones internacionales en un mundo ya dividido por la Guerra Fría. Es que, en marzo de 1960, se había producido la Masacre de Sharpeville: 180 heridos y 69 muertos. La policía les disparó a manifestantes desarmados que protestaban contra las Leyes de Pase, establecidas en 1958. (Estas exigían que, al trasladarse por zonas urbanas, las personas “no-blancas” debían llevar un pasaporte y sólo podían estar allí por 72 horas, a menos que consiguieran un trabajo.) El hecho ocurrido en Sharpeville “causó indignación en el mundo entero, tuvo graves repercusiones en Sudáfrica y suscitó un vuelco en los debates de las Naciones Unidas sobre el apartheid” (UNESCO, 1992, p. 40). A partir de entonces, el Consejo de Seguridad de ese organismo trata la cuestión por primera vez. En abril de 1960, publica una resolución para comunicar “que la prosecución de la política racista en Sudáfrica constituía un riesgo para la paz y la seguridad internacionales”. En ese documento, también se le sugirió al gobierno de Pretoria que abandonara su política de discriminación racial.

Asimismo, la ONU les propuso a sus miembros que rompieran la diplomacia y suspendieran las exportaciones. (Tampoco las armas debían llegar.) Dos años después, se creó un Comité Especial, que tuvo más tarde un rol específico en la Campaña internacional contra el apartheid (1966). “Organizó el boicoteo de los productos, los bienes culturales y el deporte sudafricanos y, en colaboración con el Centro contra el Apartheid, creado en 1967, cooperó con los gobiernos, organizaciones intergubernamentales, jefes religiosos, movimientos estudiantiles y de jóvenes y grupos antiapartheid para movilizar a la opinión internacional y para hacer respetar las resoluciones de las Naciones Unidas” (UNESCO, 1992). Para cumplir con el boicot cultural, "se pidió a los actores, artistas de variedades y de otro tipo que se esforzaran por lograr el aislamiento cultural de Sudáfrica”. Recién en 1988 se decide desactivar este último boicot. Mientras tanto, estas noticias internacionales eran restringidas y tergiversadas al interior del país. Allí también estaba una cara menos visible de la situación.


Jaulas y pájaros

Segerman explica: “Como éramos una sociedad aislada, se olvidaron de nosotros. Aunque sabíamos que el apartheid estaba mal, viviendo en Sudáfrica, como blancos no podíamos hacer mucho, porque el gobierno era muy estricto. Era un gobierno militar en un grado muy alto. Si hablabas mal del apartheid, podían encarcelarte por tres años. Aunque varios blancos eran parte de la lucha, la mayoría no lo era. Nos vigilaban. Nos espiaban. Fue atemorizante. La gente tenía miedo”. En ese contexto político, las canciones de Rodriguez fueron sumándose a las referencias de los afrikáneres que querían expresarse artísticamente contra el sistema segregacionista. Ese emergente de los años ‘80 se llamó Vöelvry, que significa “ilegal”, “proscrito”, “rebelde”, o sea, alguien que rechaza el mandato de las reglas establecidas. Ese concepto además tenía las implicancias de ser “libre como un pájaro” (sentirse libre, amor libre y sexualidad libre). A este movimiento contracultural lo integraron jóvenes de entre 20 y 35 años, como Koos Kombuis, James Phillips, Willem Möller, Johannes Kerkrorrel, André Letoit, Karla Krimpelien. 

Max du Preez, ex director del semanario Vrye Weekblad, sintetiza: “ellos cantaban sobre PW Botha, la conscripción y el militarismo en la sociedad, el apartheid y el racismo, la comodidad mediocre de la clase media blanca de los suburbios, el patriarcado, la identidad étnica del blanco y el Afrikáner” (Hopkins, 2006, p. 7). A fines de aquella década, hubo una gira de dos meses que reunió a las bandas alternativas en Johannesburgo. De ahí surgió el nombre. Preez compara ese acontecimiento del 4 de abril de 1989 con el Woodstock de 1969. Destaca que aquello tuvo gran importancia social, política, cultural y musical. “Eso marcó el fin del Afrikáner tal como nuestras abuelas lo conocieron”, opinó acerca del fenómeno. Un tema de la lista crítica era Hou my vas korporaal, que abordaba el rechazo al servicio militar obligatorio. Donker, donker land describía paisajes de sequía y violencia a la espera de una lluvia renovadora. Boer in beton remitía al melancólico proceso de adaptación afrikáner de los antepasados campesinos a la vida urbana. Otro clásico fue Sit dit af!, que incitaba a apagar la tele para desoír los discursos del Primer Ministro Pieter Botha.

El dato a destacar es que la pantalla recién llegó en 1975/76. No fue un atraso tecnológico. Nueve años antes, en su texto Muerte a las ideas, el periodista exiliado Ronald Segal describía el contexto mediático que envolvía al país: “La Corporación Radiofónica de Sudáfrica se ha entregado a una propaganda cada vez más fantástica, con programas que se dedican a la «amenaza comunista» tanto dentro como fuera del país, haciéndolo con tal desprecio de la realidad que sólo una mente atrofiada después de varios años de prédica puede escucharlos sin una sensación de afrenta. En el país no hay televisión; el gobierno resolvió hace ya mucho tiempo que se necesitaría un número demasiado grande de programas importados como para que no se pusiera en peligro con ellos los predicados del blanco de Sudáfrica, y éste ha aceptado el sacrificio que exige la supervivencia de su tipo de civilización” (Segal, 1967, pp. 25-26). Según el criterio del gobierno, la tele era considerada un medio peligroso e inmoral. Por esas razones, se rehusaba a implementar el artículo 12 de la Ley de Comunicaciones (1936), el cual había sido agregado para ofrecer ese servicio.

Durante un debate parlamentario de 1963, el ministro de Correos y Telégrafos explicitó las objeciones a ese medio audiovisual: 1) Comunistas e izquierdistas usarían la televisión para su propósito; 2) Una alta proporción de programas extranjeros contienen el tipo de propaganda que muestra al “hombre blanco” con una mala imagen; 3) La influencia de ciertos contenidos podrían traer el colapso moral del “hombre blanco” en Sudáfrica (UNESCO, 1967b, p. 200). Traducido: si se le daba espacio a la pantalla, la ideología oficial tendría que competir con otros modelos culturales. Así que, cuando se permitan las primeras transmisiones, éstas quedarán a cargo del Estado. Por otra parte, en 1967 había 21 diarios (16 en inglés, 5 en afrikáans). Del total de la población, sólo un número reducido de personas accedía a la prensa escrita. Es decir que la radio era un medio central: comunicaba el interior del país con el resto del mundo. En lugares con alto porcentaje de analfabetismo, la radio se consideraba un instrumento para educar. Después, la censura (al igual que la represión) cumplía su propósito en las instancias donde la propaganda no llegaba.

Libros y diarios extranjeros (incluso ediciones legales de antaño) desaparecían de las bibliotecas y de las librerías. Segal observaba: “La muerte de las ideas en el blanco es cosa que puede sentirse en todas partes. Los órganos de oposición fundamental al apartheid han dejado de aparecer o sobreviven clandestinamente. Los diarios de habla inglesa, que en un tiempo plantearon el problema de manera vociferante aunque superficial, se han subordinado ahora irresistiblemente a las demandas de la supremacía blanca. En los casos en que ni la persecución de unos pocos periodistas denodados ni las continuas intrusiones de la censura dieron resultados favorables, la prosperidad de la represión racial ha fomentado la rendición espontánea de directores y propietarios” (Segal, 1967, p. 25). El año anterior, una de sus colegas antiapartheid, Ruth First, periodista del censurado New Age, había sido prisionera por 90 días. En agosto de 1982, ya exiliada, la policía sudafricana la mata con una carta-bomba que ella abre durante su estadía en Mozambique.


Contracultura norteña

El término contracultura fue difundido por Theodore Roszak en 1968. La expresión abarcaba el fenómeno social que ocurría en Estados Unidos y en otros países occidentales, como Inglaterra, Francia e Italia. Eran expresiones culturales dispersas que convergían en la disconformidad. Una sensibilidad común las convocaba: la resistencia juvenil a valores y normas aceptados acríticamente por los adultos de la generación anterior. El desencanto que provocaba lo establecido guiaba, por múltiples caminos, hacia otra forma de vivir. Así la describía el historiador: “Concedo que esta alternativa viene vestida de modo extravagante y abigarrado, con prendas y colores de muchas y exóticas fuentes: la psicología profunda, restos nostálgicos de la ideología de izquierdas, religiones orientales, el Weltschmerz romántico, la teoría social anarquista, el dadaísmo, la sabiduría india americana y, supongo, la sabiduría perenne…” (Roszak, 1981, p. 11).

A esta movida heterogénea la encabezaban jóvenes de familias que, por la intervención estatal, habían conseguido un bienestar económico. El avanzado desarrollo capitalista de Estados Unidos luego de la Gran Depresión fue generando una nueva clase media. Pero solucionadas las necesidades materiales, igual aparecieron conflictos. Sus hijos cuestionaban el “estilo de vida norteamericano”. Ahora, la propuesta era conseguir un mejor bienestar cualitativo: orientado a ser más que a poseer. Entonces, por fuera de los partidos tradicionales, nuevos temas se politizaban: contaminación, racismo, sexismo, guerra. El conflicto ya no era meramente económico. Aquella juventud confrontaba los modelos culturales y el sentido de la vida legado por sus predecesores, que habían descubierto las estabilidades de las políticas keynesianas de pleno empleo y los servicios de seguridad social. En cambio, los recién venidos, desconocedores de otros tiempos difíciles, señalaban los costos sociales y ecológicos del progreso tecno-capitalista en esa parte del mundo.

Estos movimientos juveniles desorganizados discutían la visión del mundo dominante. Y si las preocupaciones previas habían sido sólo temas económicos, la contracultura perseguía asuntos más universales. Según Roszak, era la oposición a una sociedad tecnocrática, donde cada área de la vida estaba racionalizada bajo la autoridad científica, que justificaba a los técnicos, que a su vez justificaban a los gobernantes. Después, el otro lado. Hippies. Psychodelic. Flower power. Luther King. Pop art. Free love. Journalism underground. Woodstock. Esto se traducía en otras religiones, otros modelos sociales, otra forma de la conciencia, otro vínculo con el entorno, otras opciones políticas, otras maneras de practicar la sexualidad, otras concepciones del arte. Parte de la música dejaba su condición de mero jingle y se cruzaba con el compromiso ideológico. En el ámbito folk, habían surgido cantantes de protesta como Bob Dylan y Joan Báez.

Ahora bien, Roszak en su libro defiende “ese saludable instinto que rechaza, tanto a nivel personal como político, la violación sin entrañas de nuestra sensibilidad humana”. Pero aclara su postura sobre el alcance del fenómeno: “En cuanto las relaciones de la contracultura joven y los pobres de la Tierra trascienden el marco del problema de la integración, aparece una grave inquietud. Los valores con más profundo sentido cultural de los jóvenes disconformes les parecerán seguramente extravagantes a quienes ansían participar del espléndido confort de la vida de las clases medias. Cuán incongruente debe parecerles a los desgraciados y miserables, a los que siempre fueron pobres, los vestidos rotos y andrajosos que se ponen ahora los hijos de nuestra nueva opulencia, cambiando sus «villas» por alojamientos parecidos a chabolas y vagando por las calles como pordioseros” (ob. cit., p. 84).

El historiador norteamericano señalaba contradicciones sin muchas vueltas: “Bob Dylan, que siente profundamente la pesadilla de las corrupciones de nuestro tiempo, gasta no obstante su frágil humanidad grabando todos los años para la Columbia un álbum de un millón de dólares, álbum que seguramente descansará en el radiotocadiscos estereofónico de caoba bruñida de las villas residenciales, más que en una cueva bohemia” (ob. cit., p. 85). Se advertía que la contracultura empezaba a “parecer un simple ejercicio publicitario a escala mundial”. Dos factores amenazaban su sobrevivencia: “por una parte, la debilidad de su relación cultural con los pobres; por otra, su vulnerabilidad a la explotación como espectáculo divertido que compense un poco la regimentación de la vida serial cotidiana”. Sea como fuere, un destino de mercado, que entusiasmaba a los fabricantes de bienes de consumo, se había abierto con la cultura juvenil urbana, previamente iniciada a mediados de 1950.

Según Eric Hobsbawn, la matriz de esta revolución cultural fue la cultura juvenil de la década anterior. Porque ahí los jóvenes accedieron con su dinero a objetos (ropa, música, libros, films) que formarían parte de su propia identidad diferenciada. En un típico país desarrollado, adolescentes de entre 14 y 16 empezaban a trabajar con una escolarización básica y tenían un poder adquisitivo mayor que sus predecesores. Esto era consecuencia del pleno empleo y del crecimiento económico de posguerra. También incidía la prosperidad conseguida por los padres, que prescindieron de los aportes monetarios de sus hijos para el presupuesto familiar. Entonces, quienes iban desde la pubertad hasta los veintitantos “se convirtieron ahora en un grupo social independiente”. El descubrimiento de este grupo en el mercado durante la década del ‘50 “revolucionó el negocio de la música pop”. Elvis Presley es un icono del caso y Chuck Berry, su contracara estética, más modesta, aunque no inadvertida.

Otro rasgo de la cultura juvenil emergente fue el de identificarse con elementos de las clases bajas. Por ejemplo, el rock naciente escuchó músicas como el rhythm and blues, que figuraba en los catálogos de las compañías de discos para los negros norteamericanos pobres, y pasó a convertirse en el lenguaje universal de la juventud (blanca). El historiador británico anota: “Los acontecimientos más espectaculares, sobre todo de los años sesenta y setenta, fueron las movilizaciones de sectores generacionales que, en países menos politizados, enriquecían a la industria discográfica, el 75-80 por 100 de cuya producción —a saber, música rock— se vendía casi exclusivamente a un público de entre catorce y veinticinco años” (Hobsbawn, 1998, p. 326). Respecto al creciente consumo, el autor da cifras: “El poder del dinero de los jóvenes puede medirse por las ventas de discos en los Estados Unidos, que subieron de 277 millones en 1955, cuando hizo su aparición el rock, a 600 millones en 1959 y a 2. 000 millones en 1973”. 

Otro ejemplo de influencia invertida. Los jeans fueron la vestimenta humilde que los estudiantes norteamericanos popularizaron en los campus de las universidades, porque no querían lucir igual que sus mayores. Quienes participaban de la contracultura reconocían su identidad en un símbolo o en una canción. Buscaban algo nuevo (o re-significado) que los diferenciara del mundo corrompido en el que padres, políticos y profesores parecían estar a gusto. En los ‘60, esas marcas de identidad se hacían visibles en espacios abiertos, de una manera colectiva, pero sin integrarse a estructuras jerárquicas, sino que se encontraban horizontalmente con espontaneidad. Roszak describía: “Los hay que se unen a la tropa un breve momento, lo bastante largo para participar en alguna lucha inmediata y obvia: la rebelión de un campus universitario, un acto contra la guerra, una manifestación contra la injusticia racial”. San Francisco, California, fue la ciudad emblemática de este período irreverente.


   Letras urbanas


  Rodriguez quedó afuera de la contracultura norteña. Al igual que otros, no figura en ningún lado, aunque su primer tema (I'll slip away) sea de 1967. En la segunda estrofa, el personaje que se está alejando de una mujer dice: “Y vos podés quedarte con tus símbolos de éxito,/ mientras que yo iré por mi propia felicidad./ Y vos podés quedarte con tus horarios y rutinas, mientras que yo iré a reparar todos mis sueños destrozados”. Ese año en el mercado discográfico aparece Sargent Pepper’s (Beatles), The pippers of the gates of a down (Pink Floyd), Surrealistic pillow (Jefferson Airplane), Younger than yesterday (Byrds), The Doors (Doors) y sigue la lista. Podría decirse que los trabajos de Rodriguez llegan tarde a una etapa que ya había sido. Pero la cuestión parece otra. Sin novedades musicales para una época que probó casi todo, tiene la escritura que registra la alteridad del movimiento contracultural. Su lugar de residencia es Detroit: una insignia de la industria pesada.


 Aquella es la ciudad que sufrió fuertemente la crisis de 1930, pero que también reflejó la reactivación económica de la Segunda Guerra Mundial, para la cual produjo material bélico. Esta metrópolis en crecimiento atrajo a inmigrantes que encontrarían un salario en las cadenas de montaje de las fábricas. De hecho, la presencia de las empresas automotrices modernas, como Ford, Chrysler y General Motors, le agregaron el apodo de Ciudad (del) Motor. Allí los sindicatos aún defendían derechos, sobre todo cuando se automatizaron varias tareas y se inició una etapa que culminaría en el toyotismo. Mientras tanto, iniciados los ‘50, la población más pudiente comenzaba a mudarse hacia a la periferia. Menguaban así los impuestos para el pago de las asistencias sociales. Además, el racismo se concretaba en las manos de la policía. En los disturbios de julio de 1967, una intervención militar renovó las cifras de 1943. La matanza superó los 40 muertos. Hubo cientos de heridos y miles de destrozos en edificios de la urbe. El suceso quedó en la historia como "The 12th street riot".

En otras palabras, el chicano tenía las desigualdades sociales a la vista. Su primer álbum sale en 1970 con 12 canciones. La más directa es una de cuño folk-rock: The establishment’s blues, que lanza frases que denuncian “verdaderos policías racistas” o “hijos y dinero reclutados”. (La excursión solitaria a Vietnam era cuestionada en varias parcelas del suelo yanqui.) Desde la primera estrofa, el autor de lentes oscuros protestaba: “El alcalde oculta las cifras de criminalidad,/  la concejala duda,/ el público se enfurece, pero olvida el día de la votación”. Todas escenas que señalan situaciones problemáticas de la ciudad: “La basura no se junta, las mujeres están desprotegidas./ Los políticos usan y se abusan de la gente./ La mafia crece cada vez más, como la contaminación en el río./ Y vos me decís que esto es lo que hay”. Luego, un verso profético advertía: “Este sistema caerá pronto, con una joven melodía furiosa”.

Por el contrario, con un tono más amistoso, Street boy trata sobre un chico que pasa demasiado tiempo alejado de su hogar. Ese comportamiento tiene una explicación que puede inferirse: “Vas a tu casa, pero no podés quedarte, porque algo siempre te empuja hacia afuera”. El sólo está presente para “comer y dormir”. El pibe aparece de pronto y sale rápido, como escapándose: “Necesitás algo de amor y comprensión, /no esa vida sin futuro que estás planeando,/ niño callejero”. Por otra parte, el swing de Inner city blues narra el conflicto entre una adolescente y su familia: Porque papá no permite nuevas ideas aquí,/ y ahora él mira las noticias,/ pero las cosas no están demasiado claras”. Ella es de Dearborn, son las seis de la madrugada, tiene un bolso y piensa no volver al suburbio. (La letra elíptica en primera persona parece una versión suburbana de She’s living home.)

El éxito entre adolescentes afrikáneres fue I wonder, que con su melodía pop interroga sobre sexo, amor, soledad, injusticia. “Me pregunto/ sobre las lágrimas en los ojos de los niños./ Y me pregunto sobre el soldado que muere./ Me pregunto si este odio terminará alguna vez./ Me pregunto y me preocupo, amigo mío./ Me pregunto, me pregunto, ¿vos no te preguntás?” Después, en Rich folks hoax, se critica la ilusión de que el éxito y la felicidad son eternos (o que los bienes materiales son la base de la felicidad): “El sol brilla, como ha hecho siempre,/ el polvoriento ataúd es el destino de todo el mundo./ Hablando de la gente rica,/ los pobres crean el engaño de los ricos/ y únicamente las personas muy tontas lo creen”. Mencionando un asunto controvertido, otro hit (censurado) fue Sugarman. En 1975, antes de que una canción fuera emitida por la radio de la South Africa Broadcasting Coporation, la letra tenía que ponerse a consideración de un comité, que estudiaba el caso según cinco criterios: política, religión, sexo, drogas y mal gusto (Hopkins, 2006, p. 51).

Aquel tema sugiere el consumo de drogas, aunque el uso es distinto al que promovía la contracultura. El ácido lisérgico fue parte de los recitales de Greatful Dead, porque implicaba otra manera de percibir el sonido. La psicodelia era un método para explorar y expandir la conciencia, o un recurso para atacar la racionalidad occidental. Leary la promocionaba como una religión. Roszak veía en su abuso una decadencia o una forma de sujetarse voluntariamente al status quo por medio de narcóticos. Para Howbsbawn, las drogas fueron un gesto de rebeldía. El consumo era una actividad ilegal. Por lo tanto, fumar marihuana (una de las más populares entre los jóvenes) significaba, como actividad social, un acto de desafío a los censores. Pero lo que Rodriguez canta es: “Sugarman, ¿por qué no te apurás?/, porque ya estoy cansado de estas escenas”. Ese alguien le pide al dealer sustancias para escapar de la miseria cotidiana en la que se encuentra. En este caso es la droga como anestésico, como un recurso para aplacar el dolor. Al final del estribillo, el personaje termina diciendo: “devuélvele /todos esos colores a mi sueños”.

Varias de estas letras fueron releídas en otro continente, donde ese disco se convirtió en “un objeto de culto”. De todas maneras, y este es un juicio personal, el más atractivo musicalmente es Coming from reality (1971), arreglado por Phil Dennys y Jimmy Horowitz. Este segundo trabajo se reeditó allá como After de fact en 1976. Tiene composiciones mejor logradas: Climb up on my music, Haikki’s suburbia bus tour, I think of you. Las letras conservan la mirada social pero llevan una angustia individual: “Porque mi corazón se ha convertido/ en un desvencijado hotel lleno de rumores. / Pero yo soy quien paga el alquiler/ para esos que con un dedo en la boca exigen silencio” (Cause). “Educado en las veredas de la ciudad,/ con el intenso frío en cada vuelta./ Sabía que tenía que encontrar las salidas,/ ya nunca regresaría otra vez” (Can´t get away). El personaje trata de huir de una ciudad problemática, en donde “los actores de domingo” le dicen que no puede escaparse.


División en crisis

Desde 1950, a dos años de que el Partido Nacional ganara las elecciones, el apartheid se había convertido en política oficial. No obstante, esta opresión era histórica. Y el triunfo de la minoría, que era el 21% de la población, sólo pudo darse porque a la mayoría se le prohibió el voto. Según detalla Santiago Serrano, en esa estructura de poderes, el Legislativo primaba sobre el Judicial y el Ejecutivo. Las leyes legitimaban con “apariencia democrática”. La discriminación estaba escrita, las normas dictaban y un aparato policial las hacía cumplir. Este sistema se apoyaba en tres bases normativas: Ley de Tierras (1913, los bantú podían poseer sólo un 13%); Ley de Registro de la Población (1950, cada quien era clasificado según su etnia); Ley de Asignación de Zonas a Grupos (1950, había áreas exclusivamente para “blancos”). Para los “no blancos” había abundantes restricciones, como los matrimonios mixtos, la educación igualitaria, el trabajo salubre, la votación u otro tipo de participación política. Frente a estas circunstancias, la resistencia negra pronto actuaría y se haría escuchar.

  Al poco tiempo, hubo una iniciativa del Congreso Nacional Africano para desobedecer esas leyes. Robert Ross explica: “Esa campaña comenzó en el invierno de 1952, como prolongación y bajo la inspiración de mítines masivos de protesta realizados en torno al tricentenario del desembarco de van Riebeeck en abril de ese mismo año, con un carácter casi religioso. La influencia de Gandhi del sacrificio personal como vía hacia el éxito político era muy evidente. Hombres y mujeres selectos se entregaron al martirio político quebrantando ostentosamente las leyes, a menudo en el marco de ceremonias religiosas en la que participaban manyanos de mujeres uniformadas” (Ross, 2007, p. 130). Esta campaña de insumisión, que integró Nelson Mandela, tuvo una repercusión desigual en las variadas regiones del país. Luego de los sucesos de Sharpeville, el partido fue desplazado a la clandestinidad, junto con el Congreso Panafricano. El apartheid se imponía a la fuerza. En base a esta opresión, Sudáfrica alcanzaría con la industria minera altos niveles de crecimiento económico mundial durante los ‘60. Pero en la década siguiente el sistema empezó a resquebrajarse.

A partir de los ‘70, comienza una segunda (parte de la) Guerra Fría y surge la crisis del petróleo, que provoca un brusco aumento de inflación en todo el mundo occidental. El capitalismo de concertación (en donde se inscribe el Estado de Bienestar keynesiano) avanza hacia un agotamiento que se aprovechará para la implementación de la doctrina neoliberal en los ’80 (Fulcher, 2009, p. 190). Los conflictos entre las superpotencias se dirimirán con enfrentamientos armados en territorios del “Tercer mundo”. Estados Unidos evitará el envío de sus tropas. Vietman fue una lección traumática: financiará a otros. La Unión Soviética tendrá en Cuba un aliado, ya que en 1959 se había iniciado una nueva etapa en la isla. África será un lugar de confrontación en una década caracterizada por una gran cantidad de golpes de estado en ese continente. A saber, es a mediados de los ‘70 cuando Angola y Mozambique se independizan. Entonces, Sudáfrica percibe de cerca “la amenaza comunista”. Estados Unidos usará ese país como barrera occidental. En cambio, los gobiernos marxistas/ leninistas respaldarán las luchas opuestas.

Ana María Gentili resume: “Desde 1975 y a lo largo de todos los años Ochenta la región fue escenario de dos guerras cruzadas, fomentadas por el régimen sudafricano en defensa de la preservación del apartheid y de la supremacía blanca: la invasión a Angola por tropas sudafricanas, y el apoyo a la guerrilla contra el gobierno de Mozambique del movimiento disidente RENAMO (…). De hecho, desde 1975 y hasta la independencia de Namibia [marzo 1990], Angola será, con la presencia de tropas cubanas y la ayuda soviética, una de las principales áreas de conflicto entre Este y Oeste” (Gentili, 2012, p. 306). Para dimensionar esta movida de fuerzas bélicas, la historiadora escribe que, a fines de los setenta, la cuarta parte del ejército cubano está en África. Mientras tanto, la conscripción sudafricana, que en 1962 duraba nueve meses, alcanzó los dos años en esa época. La toma (ideológica) del poder estaba en juego. En ese marco de lectura, un acontecimiento se destacará: la matanza de Soweto del 16 de junio de 1976, cuando estudiantes negros se movilizaron contra una medida gubernamental del año anterior. Esta exigía que la escolaridad se cursara mitad en afrikáans y mitad en inglés. Antes, los contenidos de los primeros tres grados se aprendían en lengua materna y luego se elegía uno de aquellos idiomas oficiales (Hopkins, 2006, p. 52).

Por la Ley de Educación Bantú, desde 1954 había instituciones de enseñanza separadas y el Estado educaba para que “los nativos” aceptaran la subordinación. Por consiguiente, se les transmitían habilidades necesarias para el mantenimiento de la economía dirigida por los blancos. En este sentido, Ross señala que el apartheid acabó con “el viejo sistema educativo de las misiones”. Este llegaba a dar un alto nivel de educación universitaria para una elite, pero a la vez alcanzaba para una alfabetización general en algunas áreas selectas. La clase política de cualquier origen podía obtener allí “valores políticos comunes”. La marcha que organiza Conciencia Negra, liderada por Steve Biko, reclama contra las reformas educativas. Ese mismo año se aprobó la Ley de Seguridad Interna, que permite reprimir de un modo más severo. También desde 1950 está vigente la Ley de Supresión del Comunismo, cuya definición amplia incluye a cualquier protesta. Así que la policía mata, sin dudar, a centenares de manifestantes. Esa acción genera incidentes que llegan a otros suburbios y se producen incendios en algunos bantustanes. Este hecho crítico unifica descontentos y la revuelta culmina en agosto con una huelga general.  

El 19 de octubre quedan fuera de la ley dos periódicos leídos por la población negra: The World y Weekend World. Asimismo, son marginadas 18 organizaciones cercanas a la que lidera Biko, que al año siguiente lo matan en una cárcel, luego de una seguidilla de torturas. Mandela seguía detenido desde el ‘63. Encarcelado en Robben Island, pensaba que había que aprender el idioma del dominador para entender sus pasos. Afuera, el panorama sudafricano era de tensiones que empezaban a hacerse notar y que eran difíciles de contener. Gentili relata que el PN se enfrentaba “con una situación interna cada vez más explosiva e imposible de manejar, de urbanización incontrolable y de creciente militancia social y política, contra la cual poco podía hacer la política de represión”. A causa de la crisis, los sectores económicos pedían medidas de liberalización. Es decir, abrirle todas las puertas al capitalismo para solucionar el desarrollo truncado, que resultaba costoso en un mundo cada vez más competitivo e interdependiente. El escenario sudafricano cambiaba de a poco, en una década que se había iniciado con una amplia desigualdad económica: el 20% del sector más rico de la población tenía el 75% de la riqueza del país.

A un año de la masacre de Soweto, René Lefort anotaba: “Todo el mundo creía sofocado el espíritu de rebelión luego de que la densa noche que siguió a la matanza de Sharpeville (...) cayera sobre toda Sudáfrica. Pero resucitó con un vigor y una violencia desconocidos desde el final de las guerras coloniales. Los manifestantes no se topan con las fuerzas de orden: las enfrentan. Soweto, dos veces más poblado que la orgullosa Johannesburgo, el más ‘rico’ de todos los guetos africanos, destruye todo lo que simboliza la opresión, así como también una sumisión que se creía aceptada” (Lefort, 1986, p. 7). El escritor analizaba la presente crisis, pero antes denunciaba que los diarios habían informado sobre los acontecimientos aplicando la matriz bipolar. Para la clase dirigente, la revuelta había sido obra de los comunistas, aunque la cuestión era interna. “Los medios de comunicación valoraron entonces en socorro de la minoría blanca, dando de estos disturbios interpretaciones que evitaban cuidadosamente poner de manifiesto su causal esencial” (ob. cit., p. 8).

Acerca del acontecimiento anterior los periódicos oficiales publicaron las caricaturas de un par de enanos que agitaban una bomba. Samora Machel y Agostinho Neto (los líderes del FRELIMO y del MPLA) eran empujados hacia Sudáfrica por el presidente soviético Brezhnev y por Fidel Castro. El mensaje que se presentaba era bastante llano: el “enemigo interno” había sido manipulado desde afuera. La disyuntiva era seguir con el “desarrollo separado” o entregarse a Moscú, que venía por los recursos minerales. La verdad era que los manifestantes no habían sido agitados por los movimientos guerrilleros ni por el sector armado del CNA, sino que expresaban una instancia límite de opresión. “¿Por qué los sudafricanos negros no podrían pensar ya razonablemente en liberarse, como acababan de hacerlo los mozambiqueños y los angoleños?”, preguntaba Lefort. El Partido Nacional supo que era el momento de apaciguar este clima con algunas concesiones.

Entre 1975 y 1985, hay reformas legales que, por ejemplo, permiten la formación de sindicatos negros. (Además, se habilita alguna participación política opositora en el Parlamento.) La medida buscaba cooptar a los trabajadores y conseguir el respaldo interno de otros sectores de la sociedad, como la clase media europea y la pequeña burguesía mestiza e india. Pero la estrategia resultó al revés. Los sindicatos se convirtieron en espacios de organización para la lucha. Esto traía un impulso previo. Las primeras huelgas se habían iniciado en 1972, cuando también hubo una manifestación de estudiantes blancos en Ciudad del Cabo. Por esos años, ya se evidencia el fracaso de la medida de los bantustanes (o “patrias negras”): territorios asignados, a los que se (re)enviaba a las diferentes etnias y tribus. Impulsada por Hendrik Verwoerd, esa fue una maniobra de inclusión por exclusión que enseñó su inutilidad. Aquellos eran sitios pobres, sin tierras fértiles, sin recursos económicos y con una población creciente que venía expulsada de los espacios del “poder pálido”. Esta historia continuará y la década siguiente no será menos problemática.

Censura, hiperinflación, sanciones internacionales agravadas, huelgas de mineros, boicots laborales... Fue el período de mayor crisis económica y de mayor intensidad en los conflictos. Ross da un panorama: “A finales de la década de 1980, la economía informal, ante todo negra, suponía como mínimo una vigésima parte del PBI del país. Proporcionaba ingresos a más de la mitad de los oficialmente desempleados, y esos ingresos superaban a los de los mineros negros. Más de la mitad de ellos eran vendedores ambulantes y pequeños comerciantes, una cuarta parte se dedicaba a la fabricación a pequeña escala, aproximadamente una octava parte a distintos tipos de servicios y el resto de las actividades que en cualquier otro sitio, y no sólo en Sudáfrica, se habrían considerado criminales” (Ross,2007,p.169). Recién en 1991, luego de la caída del Muro de Berlín, el sistema legal de opresión dejará de aplicarse oficialmente. La elección de 1994 permitió que bantúes y asiáticos votaran por primera vez. Mandela ganó, pero era el inicio de una democracia que aún lidia con las consecuencias de siglos.


Significación planetaria

 La función de Cold fact fue darle expresividad a un pensamiento bloqueado para jóvenes afrikáneres. Una apreciación que Sigal hizo en los ‘60 puede aclarar este asunto. Para él, el miedo era más intenso dentro de la comunidad blanca que fuera de ella, puesto que sus integrantes les temían a los otros y a sí mismos. Entre esos temores, estaba el creciente número de sanciones legislativas que conducía a los infractores directo a los Tribunales. (“La Ley de Inmoralidad ha hecho que las relaciones sexuales entre blancos y no blancos fueran susceptibles de penarse con largo encarcelamiento”, ejemplificaba el periodista con una norma de 1950.) Entonces, él decía que un escape para ese temor colectivo había sido negarse a pensar. Conservar privilegios implicaba sacrificar la actitud crítica y distanciarse obligatoriamente de un acervo cultural “subversivo”. Por el contrario, pensar conducía a reconocer las consecuencias del racismo y a aceptar que esa clase de discriminación era inadmisible en “un mundo equilibrado”.

Ya dentro del juego de interpretaciones, los mensajes de Rodriguez, junto con los de otros autores, cobraron importancia como material reflexivo. Los jóvenes afrikáneres que tenían acceso a un consumo cultural hallaron en su obra mínima la apertura a un diálogo sobre libertades ausentes. (Luego, Kerkrrorel diría que las letras del Vöelvry estaban liberando el lenguaje.) La escritura del chicano funcionó porque encajó en una especie de hueco discursivo, con temas que coincidían. Después, está el fenómeno paralelo de la actitud contracultural: cómo un hijo de inmigrantes mexicanos, criado en Estados Unidos, termina siendo la referencia político-musical de jóvenes sudafricanos, que eran descendientes de holandeses y alemanes. De todas maneras, aquí conviene subrayar que el movimiento Vöelvry fue una resistencia interna Afrikáner y cristalizó durante el período en que el sistema del apartheid ya iba dando señales de colapso. Si se considera que esto fue posible debido a un creciente escenario de globalización cultural, entonces quizás no sea tan extraño el resultado del intercambio, aunque su comienzo es difuso.

Poca exactitud hay sobre cómo llegó el primer álbum de Rodriguez a suelo africano. El dato verificable es que A&M Records lanzó ahí el vinilo en 1971 y el casete en 1973. La anécdota narrada en Searching for Sugar man tiene la consistencia de un mito, aunque es posible que también haya ocurrido de ese modo. La nueva cultura juvenil de la década del ‘50 se internacionalizó por vías parecidas. Según enumera Hobsbawn, la moda estadounidense (amplificada por Inglaterra) se propagó por distintos canales: los álbumes difundidos por la radio, las imágenes mediáticas, la interacción personal del turismo juvenil, la comunicación de la red internacional de universidades. La sociedad de consumo y la influencia de los pares ayudaron. Varias de estas maneras de intercambio funcionaron antes. Por ejemplo, Ross anota que el iSicathamiya (canto interpretado por un coro masculino a capella) adquirió forma con las canciones nupciales de la etnia zulú y con la influencia de los espirituales de los trovadores negros que viajaron a Sudáfrica a fines del siglo XIX. Por su parte, el jazz previo al maduro mbaqanga de los años ‘50 en Sophiatown tuvo como referencia al que se oía en los discos norteamericanos que se transmitían por la radio.

Todos aquellos son aspectos de la globalización. Según el sociólogo Ulrich Beck, ese concepto significa (a grandes trazos) que se termina la característica de vivir y actuar sólo dentro de las sociedades nacionales, en espacios cerrados y delimitados por los Estados modernos. Por lo tanto, empiezan a borrarse los límites en que se desarrollan las actividades cotidianas de los diferentes campos como, por ejemplo, la economía, la información, la ecología, la técnica, los conflictos transculturales, la sociedad civil. Este fenómeno modifica la vida diaria, mientras que fuerza a adaptarse y a responder ante distintos factores. “El dinero, las tecnologías, las mercancías, las informaciones y las intoxicaciones «traspasan» las fronteras, como si éstas no existieran. Inclusive cosas, personas e ideas que los gobiernos mantendrían, si pudieran, fuera del país (drogas, emigrantes ilegales, críticas a sus violaciones de los derechos humanos) consiguen introducirse. Así entendida, la globalización significa la muerte del apartamiento, el vernos inmersos en formas de vida transnacionales a menudo no queridas e incomprendidas” (Beck, 2006, p. 42).

Otro dato a tener en cuenta es la relevancia que tuvo el recurso de la copia (“ilegal”) para que Cold fact circulara con fuerza en Sudáfrica. Aquel fue un contexto cuyo objetivo central era que las culturas diversas se desarrollaran por separado y que estuvieran aisladas de las “nuevas ideas” surgidas dentro de la bipolaridad Este/Oeste. El propósito era cancelar el dinamismo que siempre mostraron los pueblos. Intuyendo algo de esto, el escritor Alan Paton (1967, p. 17) adelantaba: “Queda por ver todavía si el Estado logrará a la larga mantener con éxito la mano firme sobre la cultura o si ésta demostrará tener vida propia e independiente”. Entre las restricciones mediáticas y el boicot cultural, el gesto de la copia fue clave. El film de Bendjelloul descuida este dato, que amerita otra discusión, como la que plantea Lawrence Lessing (2005, p. 94). En cambio, opta por seguir la línea investigativa de Strydom y enfatiza en las regalías de las ventas discográficas, que hasta ahora nadie sabe dónde fueron a parar. Por esa razón, el soundtrack editado por Sony aclara en la contraportada del disco: “Rodriguez receives royalties from the sale of this release”.

Al leer esa leyenda, más de uno dirá: “Rodriguez fue un discurso contra hegemónico y terminó capturado por la industria discográfica, que va a recuperar lo que se le escapó con la excusa del reconocimiento del artista; y aparte, luego de la crisis financiera de 2008, el Tío Sam necesita héroes”. Bueno, los beneficios de la copia que permitió la primera distribución del material también están latentes en esta escritura. Por lo demás, los juicios sobre el film de Bendjelloul quedarán para quien lo vea. Tomándolo como punto de partida, este ensayo se inclinó por analizar el contexto en que una obra se desprende de la tutela de su autor y emprende su aventura para que otros se apropien de ella. Mientras que a Rodriguez ni sus vecinos lo conocían, terminó perteneciendo a una identidad colectiva en otro territorio. Sus lecturas del entorno tuvieron interpretaciones afines, pues cantó sobre cuestiones humanas fundamentales. Es como si se tratara de una variación de los libros que viajaron de continente a continente, llevando ideas que cuestionaban opresiones comunes.

En el film Invictus, Clint Eastwood muestra a un Mandela que, durante su residencia como cautivo, encuentra una comunión espiritual con el poema victoriano de William Henley. Esta escena da lugar a un interrogante clásico: ¿qué importancia tienen la escritura y la música frente a la barbarie? Las acciones artísticas son un complemento: son el acompañamiento simbólico de las acciones políticas materiales. Quizás su eficacia sea limitada para influir en las conciencias, pero sirve para mantener la vigilia cuando todo alrededor quiere reducirse a un mandato vertical. Sirve para preguntarse por el mundo que se quiere y el que no se quiere. Sirve para encontrar zonas de expresión indispensables cuando el silencio tiende a volverse omnipresente. Sirve para sobrevivir al aturdimiento de la violencia. Sirve para que, alejados en tiempo y espacio, aguarden otros que puedan comprender, para compartir la humanidad que se reconoce a la distancia. Una última glosa.

En 1997, Beck comentaba el caso de Khaled, un argelino exiliado, cantante de rai. Aicha había sido la canción del año en Francia. El sociólogo alemán decía: “El mero hecho de que el himno a una muchacha árabe suene en todas las grandes emisoras de radio francesas (...) es ya de por sí un dato revelador. Es una especie de entrada oficiosa de los inmigrantes magrebíes en la nación cultural (pop) francesa. Visto desde fuera, Khaled representa nada menos que a Francia” (Beck, 2004, p. 39). Las letras de este cantante eran bien recibidas en países distintos: Egipto, Israel y hasta en Arabia Saudita. Sus temas fueron traducidos al hebreo, al turco y al hindi. El dato clave: “Khaled hace música contra la aragofobia de Occidente”. El autor agrega: “Su figura y su música son buena muestra de que la globalización no debe ser nunca una vía de sentido único, sino que, antes bien, puede dotar a distintas culturas musicales regionales de una audiencia y una significación planetarias”.

Miriam Makeba cantando Khabuleza en Europa a mediados de los ‘60 es una de las muestras de aquel comentario, como lo fue la presentación de Rodriguez en Australia a fines de los ‘70, o como en la década del ‘80 fue el caso de Luca Prodan en Argentina. Un italiano ignoto educado en Escocia que, escapando de una adición a la heroína, luego viaja desde Londres hacia Córdoba, ahí compone unas cuantas canciones en inglés, forma un grupo de amigos, trae músicas como el reggae, que influyen sobre la cultura rock de Buenos Aires y que antes de su muerte terminará cantando: “Hombre sentado ahí, con su botella de Resero,/ los bares tristes, vacíos ya, por la clausura del Abasto”. Acaso el conjunto de estas consideraciones sea un antídoto contra cualquier nacionalismo que se auto-percibe inmaculado y puro en su concepción, como si en su origen no hubiera habido préstamos, copias, traducciones. En fin: cultura(s) de costa a costa. 

  Referencias

  •  Beck, Ulrich. ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización. Buenos Aires: Paidós Estado y Sociedad, 2004.
  •   Fulcher, James. El capitalismo: una breve introducción. Madrid: Alianza, 2009.
  •  Gentili, Ana María. El león y el cazador: historia del África Subsahariana. Buenos Aires: CLACSO, 2012.
  •  Hobsbawn, Eric. Historia del siglo XX. Buenos Aires: Crítica, 1998. 
  •  Hopkins, Pat. Vöelvry: the movement that rocked South Africa. Cape Town: Zebra Press, 2006.
  • "Las Naciones Unidas contra el apartheid", en El Correo de la UNESCO. Apartheid: Crónica de un fin anunciado, febrero 1992, año XLV, Director: Bahgat Elnadi. Jefe de redacción: Adel Rifaat.
  •  Lefort, René. “Prefacio”, Sudáfrica: historia de una crisis. México: Siglo XXI, 1986.
  •  Lessing, Lawrence. Por una cultura libre. Madrid: Traficante de sueños, 2005.
  •  Paton, Alan. “Los efectos del apartheid en la cultura”, en El Correo de la UNESCO: Apartheid, marzo 1967, año XX, Director y Jefe de Redacción: Sandy Koffler. Subjefe de Redacción: René Caloz.
  •  Ross, Robert. Historia de Sudáfrica. Madrid: Ediciones Akal, 2006.
  • Roszak, Theodore. El nacimiento de una contracultura: reflexiones sobre la sociedad tecnocrática y su oposición juvenil. Barcelona: Editorial Kairós, 1981.
  • Searching for sugarman, [película]. Dirección de Malik Bendjelloul. Suecia, Reino Unido, Estados Unidos, 2012, 101 minutos.
  • Serrano Tazón, Santiago. Apartheid y Estado: desigualdad ante la ley y fragmentación de la población y el territorio.Tesis doctoral, Zaragoza: Universidad de Zaragoza, 2008.
  • Segal, Robert. “Muerte a las ideas”, en El Correo de la UNESCO: Apartheid,marzo 1967, año XX, Director y Jefe de Redacción: Sandy Koffler. Subjefe de Redacción: René Caloz.
  • UNESCO. Apartheid, its effects on education, science, culture and information. Paris: United Nations, 1967b.

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