Una crónica sobre otro capítulo del #CineEnSantoTomé. Este mes, finalizó un ciclo sobre los inmigrantes en Argentina. Fueron tres domingos con entrada gratuita en el Centro Cultural 12 de Septiembre. La productora Rizoma y la Dirección de Cultura organizaron esta propuesta que incluyó la presencia de los directores. Pase, acomódese y mire.
El abuelo paterno de mi madre llegó clandestinamente a este país. Junto con su primo, había zarpado del Puerto de Alicante para encontrar un futuro distinto en Argentina. Arribó en este suelo cuando todavía era un pueblo fértil donde se practicaba la agricultura de quintas. Al igual que otros, Miguel Reus supo trabajar la tierra en esta parcela del mundo. Ese legado continuó: en la zona norte, mi abuelo persistió con las cosechas y con un tambo precario, que le daba una ganancia de centavos por litro. Las décadas fueron labrando las consecuencias del tiempo. Ahora, nada vivo queda de ese pasado familiar, salvo la casa de mi bisabuelo. Yo habito en el sur de la ciudad y tal vez el idioma me une con aquel hombre lejano de un modo más íntimo que la sangre, porque la sangre no puede recordar.

—Yo conozco la feria por unos amigos coreanos que tenían unos puestos ahí y es un espacio al que siempre iba durante mi adolescencia para acompañarlos y para comprar ropa. Eran los inicios de la feria —explica el director frente al público de la Sala Chemes—. Cuando terminé la carrera de cine, quise hacer una película para contar estas historias, que era lo que me tocaba más de cerca. Ahí me acordé de ese lugar, en el que podía contar cómo convivían distintas situaciones en el mismo espacio.
Hsu narró historias desde la ficción a partir de los relatos de familiares y de la experiencia propia. En su largometraje, aparecen destinos de trabajo. Quizás el más atractivo sea el de Huang, un inmigrante taiwanés que elige el insomnio porque quiere compartir la vigilia a la distancia con su familia que se quedó en su país de origen. La tarea cotidiana de Huang es grabar copias de películas para vender en su puesto de La Salada. Durante la trama subtitulada del film, el cruce de idiomas también me hizo pensar en la imitación cultural a través de la imagen, en el reconocimiento por gestos mínimos o por el tono de las frases incomprensibles, incluso pensé en el nuevo supermercado chino que se instaló a unas cuadras de mi casa.
Las casas
La casa todavía persiste en esta ciudad. Hacia el norte, después de cruzar las vías del Ferrocarril Belgrano, la contiene una esquina formada por calles de tierra. Su fachada es la postal de un tiempo distinto. El rojo de los ladrillos, en algunos tramos, asoma como parte de pálidas llagas que se abren en el viejo revoque. Aquella edificación carcomida conserva el misterio que puede atrapar la quietud de los muros. Detenido, miro la puerta de madera como un párpado que se mantiene cerrado, aunque de alguna forma percibo lo que aún permanece en el silencio de sus rincones inhabitados. Caras. Cuerpos. Comidas. Elementos que son fantasmas cotidianos de un pasado irrecuperable. Ahora sospecho que la casa de un inmigrante puede ser como un pequeño territorio duplicado de su tierra natal.
En la segunda función del ciclo rizomático, se había proyectado La Paz en Buenos Aires. Entonces, vi la particularidad de la casa de Erasmo, vi cómo un edificio puede funcionar como una cápsula cultural que preserva un territorio en otro. Ahí, un sastre boliviano, que también fue un peleador de lucha libre, repetía su oficio, mientras su hijo, en el ring, reasumía con una máscara la famosa identidad de su padre. En ese documental de Marcelo Charras, la cámara fija es una mirada obstinada a la espera de una señal, de un instante, de una respuesta. Así también estuve parado junto a mi bicicleta frente a la otra casa, aunque esperando señales que no ocurrirían, porque sus principales actores se han ido.
—El Ciclón es un personaje que encontré de casualidad en un diario regional de un barrio de Buenos Aires y que llegó a mi casa por error —recuerda Marcelo Charras frente a la pregunta que busca saber de dónde sacó al protagonista de su película, que participaba de un equivalente de Titanes en el ring—. La nota de la contratapa de ese diario contaba su vida. Me fascinó tanto lo que leí que fue como un momento de revelación y dije “hay que hacer algo con este hombre”. Estuve meses buscándolo, hasta que lo enganché y fuimos armando de apoco lo que iba a ser la película. No es un tema que me había propuesto. Así que tuve suerte de que se me presentara la historia de esa manera tan extraña.
La extrañeza continúa en la refinada mirada estética
al interior de la cotidianidad de una casa bastante particular para el otro. Una casa en la
que reverberan los sermones radiales del Pastor Giménez, en la que se encuentran trabajando las máquinas
de una sastrería, en la que hay un amplio ring donde se practican los movimientos de
lucha libre, en la que habitan varias familias dentro de una ciudad cefálica. La película transcurre ahí y
ahí adentro se vive en Bolivia. Ese registro transporta al espectador. Durante minutos inmóviles, imaginé cómo habrá
sido el interior de una casa de un español dedicado a la agricultura en un
pueblo de una provincia del interior de un país periférico del hemisferio sur.
Los barcos
La búsqueda de trabajo mueve multitudes. La vocación atrae a los individuos. A través de los siglos, los barcos sirvieron para convertir las voluntades en aventuras predestinadas o inciertas. El agua es la constante del tiempo que une los espacios. El riesgo hace que toda vida inmigrante sea digna de una película. Volví a pensar en los barcos con la historia de David Bangoura, que viajó escondido en un hueco sobre el timón de una embarcación vietnamita hasta llegar al puerto de Rosario. Black Doh siguió el impulso de su vocación por la música, más allá de la religión y las costumbres familiares. Después de la travesía, aquel rapero se convirtió en uno de los africanos que llegan ocultos, atravesando el océano, para vivir en esta tierra que alguna vez fue una sola, como un cuerpo gigante, ancho y único.
En El gran río, una cámara dirigida por Rubén Plataneo comunica de nuevo a dos personas alejadas a través de la música. Hacia el final de la película, David le envía a su madre el disco con las canciones que ha grabado en Rosario. Otra vez aparecen en pantalla los idiomas cruzados: el soussou, el francés y el argentino. El cine cumple en ese encuentro humano una función documental que siempre tuvo: traer imágenes de lugares distantes, acercárselos a la mirada que los recibe como recuerdos prestados. En esta última noche del ciclo, los espectadores son muy pocos. Al salir de la sala, ningún cuerpo me impide ver por los cristales el edificio que enfrente ocupa hoy la Asociación Italiana (AIST).
Las
clandestinidades (igual que lo anónimo) son como las sombras de la historia, a
menos que alguien trace con la luz un instante para poder ver el pasado. Otra manera de evocar desde el lapidarium del olvido son las palabras. A la semana siguiente, releí fragmentos del inagotable Altazor. Unas líneas se convirtieron en faro lingüístico: “Ahora tengo
barcos en la memoria/ y los barcos se acercan día a día”. Los que se acercaban en mí eran literarios y el que busco es un barco fantasma. El arribo de mi bisabuelo no figura en la base de datos del Centro de Estudios Migratorios Latinoamericanos. Los
registros se limitan al puerto de Buenos Aires. Pero antes de empezar a escribir, mi madre me entrega una cédula de
identidad con una foto que precede a un nombre, una fecha, una profesión, una ciudad.


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