Los semáforos como síntoma



 Un comentario sobre el aumento de la cantidad de vehículos que transitan por las calles de esta ciudad. Los semáforos como síntoma de un fenómeno que no puede controlarse. Los automóviles que se apropian del espacio público y relegan a las bicicletas. La mirada de un ciclista sobre la multiplicación  de estas luces reguladoras.  



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  Leyendo textos de cuando los diarios aún servían, se hallan frases reveladoras. Durante el acto del Centenario de Santo Tomé, el secretario de Obras Públicas, Antonio Gallo, inaugura la plaza y dice: “Confío que estos pequeños árboles que hoy se plantan sean el símbolo del crecimiento incesante de la ciudad y un ejemplo del esfuerzo mancomunado de sus pobladores” (El Litoral, martes 12 de septiembre de 1972). Ese mismo día, el intendente Orlando Rappa le solicita al gobernador general Sánchez Almeyra sumar una nueva línea de colectivo. Luego, en el tramo final de una larga enumeración de próximas obras anunciadas por el doctor Rappa, la crónica periodística anota: “Adelantó también futuros planes de colocación de semáforos”. El censo nacional de 1970 había dado la cifra de 23.572 habitantes.

  El destino de las ciudades es crecer. Sobreviven pueblos que son una abandonada maqueta del pasado, pero es difícil que existan urbes fantasmas. El cemento llama al cemento y lo que no entra a lo ancho se desvía hacia lo alto. Los ascensores aparecieron en los años 20 para elevarse sin caminar. Así que el hierro también responde a ese llamado. De a poco, la ciudad va cubriendo el espacio con su lógica urbana. Progresivamente, regula el espacio y le aplica nuevas normas de circulación. Modifica el entorno con sus artefactos, con sus mañas, con sus carteles y maneras. Por ejemplo, las calles cambian para y por los autos (lomas, durmientes, señalizaciones, pozos). De una manera repentina, emergen objetos adicionales que aportan a la fisonomía que propone la ciudad.

En este sentido, las cápsulas rodantes llaman a los semáforos. Sus tres luces son el indicio de que los automovilistas tienen una incapacidad para cohabitar y organizarse. (Cuando falta ese trío en las horas pico, aparecen los policías de tránsito: basta con ver una mañana de lunes el acceso al Puente Carretero.) Surgen, entonces, semáforos en cada cuadra. Inclusive, están los clásicos semáforos para peatones. ¿Hay algo más extravagante que un semáforo peatonal? Cualquier vidente despabilado sabe cuándo le conviene cruzar la calle. El distraído, si no ve los peligros viales, menos atiende una silueta encendida en los límites de un cubo amarrado a un poste. Sucede que estos artefactos son la continuidad de los dispositivos que buscan ordenar los tiempos de los automovilistas.

Ya está escrito en el Eclesiastés y replicado en un tema de Vox Dei: “Todo tiene su tiempo”. ¿Quién ignora que la naturaleza se rige por sus tiempos? En cambio, la urbanidad regula la naturaleza imponiéndole los suyos. En Una partitura, Fabián Casas describió esta prepotencia de la ciudad que busca decorarse con el mismo verde que sepulta: “Es definitivo, /acá la naturaleza bajó los brazos/ o está firmemente domesticada en los canteros”. El semáforo es una programada mano de autoridad convertida en luz. (Los inspectores gesticulando son sus precursores.) Del mismo palo que el alumbrado público, se eleva para perdurar como parte del paisaje regulador. Eso no evita que la luz roja retenga una larga fila de vehículos, que suelen quedar atravesados en alguna intersección de la Avenida 7 de marzo o de la Avenida Luján.

Los semáforos imponen una lógica donde el mismo espacio pide otra. La creciente semaforización es un síntoma visible que podría rastrearse en los archivos. La última tanda con un considerable impacto fue la de Avenida Luján. En 2010, la primera etapa, desde Avenida 7 de marzo a la Ruta 19. En 2012, la segunda, desde esa ruta hasta calle Uruguay. El número multiplicado de semáforos delata la cantidad de vehículos que circulan por esta ciudad de paso, que es atravesada por dos rutas nacionales. A diferencia del siglo anterior, esta híbrida comarca de tierra y cemento ya tiene 66.133 habitantes. La gran cantidad de vehículos motorizados, en ocasiones, desplaza ciclistas de la Avenida Luján. Y ya hay que practicar tácticas de circulación (como diría De Certau) para andar por un espacio donde el más débil tiene que disponer de su arte en territorio ajeno.

 Hace doce años, desde la Curva Maurig hasta Plaza Centenario se llegaba en aproximadamente 20 minutos sobre una bicicleta. Nada impedía la tranquila circulación por esa calle principal. Era camino seguro. Desde el mismo sitio hasta el club Charoga (4 de enero y Republica de Chile) 45 minutos eran suficientes en bicicleta. Ahora, por varias razones, conviene rodear la ciudad por calles laterales, para esquivar nuevos autos de toda clase y semáforos programados para la rapidez del acelerador. ¿La “onda verde” para quién se piensa? El tiempo que estos últimos establecen es insuficiente para vehículos que no sean motorizados. “Lo que pasa es que vo so un ciclista anarco”, increpará alguno, “¿no entendé que no podé circular por una avenida principal? Andá por otro camino o esperá a que te pongan una bici senda.”

En su clásico artículo de 1973, Gorz pensaba la posible democratización del espacio urbano. Señalaba que las vías de circulación de una ciudad se concebían especialmente en función de lo que para él era un “bien de lujo”. Los transportes como tranvías, colectivos o bicicletas eran menos considerados. Por consiguiente, cuestionaba ese exclusivo dominio privado sobre lo público: “Un automóvil, al igual que una finca con playa, ¿no ocupa acaso un espacio que escasea?” (André Gorz, La ideología del automóvil, revista Letras libres, diciembre 2009, p. 14). La paradoja que registra el tiempo es que la cantidad de vehículos creciente congestiona el tránsito y se anulan los privilegios originales que da ese objeto rodante (comodidad, velocidad, independencia). Desde hace un tiempo, ¿no se empezaron a advertir en Santo Tomé largas filas intolerables de autos, camionetas y colectivos?

  Del Concejo, de vez en cuando, sale algún proyecto sobre el tema, que se justifica en torno a las campañas viales para prevenir accidentes o para ordenar mejor el tránsito. ¿Cuál es la causa de esas prevenciones? ¿Qué es posible leer en los tres colores multiplicados en el paisaje vertebral de este territorio? La cantidad de personas y de automóviles patentados, ¿no son factores definitorios de la “ciudad” actual?  A la distancia, si se mira la Plaza Centenario y luego las avenidas locales, no fueron aquellos “pequeños árboles” que el arquitecto Gallo propuso ingenuamente como símbolo del “crecimiento incesante”. ¿Qué traerá el futuro? Quizás una lectura en las próximas décadas mirará esto como un delirio febril de un ciclista que criticaba el avance de una lógica que se agotó a mitad de camino. Ojalá éste sea el final porvenir.

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