La velocidad de los relojes



 El tiempo en esta época digital pasa lo suficientemente rápido para sentir que la velocidad de la vida equivale al movimiento de un automóvil de fórmula 1. El tiempo nunca nos alcanza. Sin embargo, hay algo positivo en esa percepción. Este breve comentario trata sobre cuestiones derivadas de este fenómeno metafísico y social. 



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  San Agustín sabía lo que era el tiempo, pero confesó que no podía definirlo. Hoy, en el siglo XXI, alguien podría afirmar que, al igual que el dinero, tiempo es aquello que nunca nos alcanza. Por otra parte, es verdad que para otros caviladores el tiempo no existe. Los almanaques, los cronómetros, los recipientes cóncavos de vidrio, las clepsidras o los artefactos mayas serían una mentira, una ilusión material, una falsedad útil. ¿De qué otro modo se organizaría el tiempo social que sincroniza los cuerpos para guiarlos en la rutina? Si la ciudad prescindiera de esa regla, la acción de llegar tarde se consideraría una feliz paradoja.

 La temporalidad común sostiene las rutinas de cada sociedad, los ritmos de la vida cotidiana, la duración de las edades, la proyección de los años que vendrán, el lugar de los recuerdos. Pero a diario se convive con la sensación de que algo metafísico patea las agujas. Parece que los relojes, con su forma circular, son una rueda que la pendiente de la historia deja caer cada vez más rápido. Nada nuevo bajo el sol azteca. Ya dice el tango “que veinte años no es nada”. Dos interpretaciones sugiere esta parte de la letra: no son nada porque queda mucho carretel o porque la vida pasa rápido. Quevedo (resucitado) optaría por la segunda: “Vivir es caminar breve jornada”.

  En todo caso, vivir se transformó en correr durante la jornada, que cada año parece más breve. El tiempo es tirano en todas partes. No sólo en la televisión. Existe un tiempo que ya adoptó la velocidad de la tecnología. Un tiempo que se mudó de lo analógico a lo digital. Un tiempo en el que recaen las quejas. Lo que se escucha son como plegarias encubiertas a Cronos o a un dios hiperactivo que apura a la humanidad para equiparar el movimiento de ella a su pulso. No faltará alguien que recuerde lo evidente: “Es el capitalismo, que viene con ese empuje desde la modernidad, fijate en las pretensiones de Henry Ford cuando implementó la metodología de Taylor, todo estaba cronometrado hasta niveles insospechados de locura”.

  El filósofo del súper-bigote alcanzó a tomar nota de la rapidez en el XIX, y hasta jugó en su terreno con esa particularidad. “No escribir más que lo que pueda desesperar a quienes se apresuran, es algo a lo que no sólo me he acostumbrado, sino que me gusta, por un placer quizá no exento de malicia” (Fiedrich Nietzsche. Aurora. Madrid: M.E Editores, 1994, p. 32). Esa lentitud nietzscheana de vaca rumiante ¿cuán desesperante resulta ahora? Lecturas cortas que repasan lo que está escrito en la superficie. Revisiones oculares mínimas sobre las imágenes. Formas de leer que se limitan a un vistazo de pantalla. En la actualidad, tres párrafos equivalen a la trilogía de una saga. 

  Cuando se saca los ojos de un texto o de una computadora, es como si el lector se hubiera quedado quieto, mientras el segundero trata de romper su propio récord en la vuelta olímpica de números iguales. Lo mismo le sucede a quien tan sólo se deja descansar. El reposo es quietud, pero este presente río tiene una correntada tan fuerte que arrastra en su cause a todo lo demás. Usted mira el último comentario que escribió en una red social: ahí dice “hace un minuto”, luego vuelve a mirar y ya dice “hace 45 minutos”.Increíble. El tiempo pasa volando a la velocidad de la luz mala. Tal vez haya otras causas más lógicas y razonables que una intervención metafísica que se intromete en circuitos y engranajes.

  Una importante a considerar sería el conflicto entre tiempo disponible y cosas por hacer. Sobrecarga de actividades. Tareas interminables. Trabajo. Obligaciones. Trabajo. Productos culturales a mansalva. Hay tanto para ver, hacer, escuchar y consumir, como lo contrario, no ver, no hacer, no escuchar, no consumir. Casi se llega al final de este texto sin tratar una pregunta clave. ¿Es mejor que falte el tiempo o que sobre en horas perdidas? El hecho de que alguien diga “no me alcanza el tiempo” es, en cierto modo, una expresión doble. Porque también quiere decir: “aún tengo cosas por hacer”. Nada peor que un tiempo vacío. Ya se sabe que lo vacío recuerda a la nada, y la nada recuerda el fin de las posibilidades.