La ciudad reencontrada

La ciudad reencontrada, por Leandro Forti

  Los dispositivos portátiles se multiplican en la vida cotidiana. La utilidad de estos artefactos es innegable, pero, en la urbanidad, despliegan su demanda electrónica: nuestros sentidos. ¿Cómo cambiaron las prácticas cotidianas de comunicación y los rituales en el espacio público? La pregunta inicial de este artículo costumbrista.


   Escena I

  Una mujer conversa frente a libros que aguardan en los estantes de un local de compra-venta. Sus manos tocan los cuerpos. Entre el silencio de búsqueda, es posible oírla como partícipe de un murmullo inexacto. La circunstancia indica que es razonable recordar aquellas palabras de Quevedo: “vivo en conversación con los difuntos /y escucho con mis ojos a los muertos”. Pero ella no dialoga con autores pretéritos ni con acompañantes presentes. Enigmática, sigue revisando estanterías y mirando libros, como las otras personas que la rodean. 


  Sentidos urbanos 

  La ciudad habla de una manera distinta a los investigadores sociales, a los arquitectos, a los periodistas, a los poetas, a los escritores, a los fotógrafos, incluso le habla diferente al ciudadano o al viajante. La ciudad habla para quien se detenga a observarla, a pesar de que la contemplación se vincule más con un escenario natural, donde el tiempo es otro, donde los sonidos son otros, donde el ritmo de vida parece respetar las condiciones del asombro. Por el contrario, la ciudad, con su fama irreversible, evoca rapidez, materia inerte, ruido, multitudes. Es como si lo urbano poco tuviera que ofrecer. 

 A pesar de esas consideraciones, el ensayista Martínez Estrada concebía una ciudad fragmentadísima en detalles ínfimos y deslumbrantes (tal como en la naturaleza), que retendrían la mirada de cualquiera que se quedara atado a su contemplación. ¿Podría, entonces, imaginarse a Juan L. Ortiz detenido en una esquina frente al río de automóviles? Mejor es pensar en el observador de Poe que, a través de la ventana de un café londinense, lee con detenimiento a una multitud que transita por la avenida principal. Estos dos escritores hablan, en dos países, de una ciudad concreta: la ciudad capitalista, la ciudad masificada. 

  Artl, en su rol periodístico de cronista urbano, consideraba que era posible encontrar el universo en las calles de la propia ciudad. Sólo “esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente” son incapaces de captarlo. Central paradoja sensible. Estrada sostenía que, en la ciudad, el tacto se reduce a los pies, porque éstos son los que están más cerca de su dura piel apta para vehículos. En cambio, la vista y el oído son los que tienen una función táctil: “Anticipan el impacto y repelen los objetos o buscan los senderos expeditos en la maraña de obstáculos móviles”. Ambos sirven para esquivar cuerpos, vehículos, postes, carteles. 

  Este planteo permite entrar al tema en cuestión: la gran variedad de artefactos que ocupan los sentidos. A saber, teléfonos o reproductores varios, a los que se les suma Internet en bares y plazas. Estos aparatos portátiles legitiman costumbres. El hermético McLuhan repetirá que los efectos de la tecnología “modifican los índices sensoriales, o pautas de percepción, regularmente y sin encontrar resistencia”. Luego, dirá su reiterativa mención: las tecnologías eléctricas son extensiones de los sentidos. El ser humano (su sistema nervioso central) se extiende y amplifica a través de los medios. Así, la cámara es una extensión de los ojos y el teléfono, la de los oídos y la voz. Esto altera las formas de pensar y de actuar.

  En efecto, al historiar los medios de comunicación emergentes, se obtendrán más novedades en los actos complementarios de su uso que en sus géneros discursivos. Los dispositivos portátiles generan prácticas (muchas de ellas insólitas) que con el tiempo se convierten en habituales. Exceptuando a los nipones, para algunos ya es propia la actitud compulsiva del detective Lemmy Caution en Alphaville: fotografiar aún las situaciones más irrelevantes y mediar con la lente los objetos cercanos de lo real. Por otra parte, existen los que, dentro de un auto, frente a una encrucijada desconocida, le discuten y le porfían a la realidad próxima la realidad que le muestra el dibujo virtual del GPS. 

  Los colectivos muestran de cerca esas costumbres: gente con auriculares hablando fuerte o escuchando música sin auriculares. Cuando de repente suena un timbre, la persona distante resulta más próxima que la cercana en espacio y tiempo. Quien escucha sólo asiste a una reverberación secundaria de alguien que ya no interactúa ahí, sino allá, con otro, que llega de improviso, que irrumpe, que se hace presente con una invisible extensión de su cuerpo. Entonces, los interrogantes se van delineando: ¿los medios portátiles funcionan como distractores de los sentidos urbanos?, ¿“leer” la ciudad es sólo una actitud de escritores?

  Escena II

 Parece que la llaman a usted. Parece que el transeúnte ignoto lo saludó. Parece que le dirigió la palabra para advertirle algún detalle (tal vez de su porte o de su vestimenta). Usted, por las dudas, calla y sigue. El mensaje debe ser para la anónima voz inaudible que se encuentra en algún otro rincón del espacio, piensa en un arranque inesperado de filosofía. Y es que, antes, una mano levantada a la altura de una oreja, que se apoyaba contra un aparato, era la señal del hablante telefónico. Ese gesto indicaba que no era una persona esquizofrénica hablándole a nadie. Ahora, la sutileza dificulta ese reconocimiento. 


  Locos eran los de antes

  En esta ciudad de Santo Tomé, hay un hombre que habla como locutor de su propia radio, a veces va caminando y otras veces en bicicleta. Hay quienes lo señalan como “el loco” del barrio sólo porque, al escuchar su monólogo, no le ven ningún cable. A otros individuos no se los cataloga como posibles actores de películas fantásticas, en las que el protagonista es visto un poco raro al hablar con algo que sólo él percibe. (Se dirá que ese comportamiento ya vino con el efecto auriculares, verificable en personas que balbucean sin música audible a su alrededor. La diferencia está en que ese canto es expresión solitaria y no diálogo compartido.) 

  A mitad del siglo pasado, en una de sus crónicas europeas, García Márquez se sorprende del comportamiento de unos peatones que podía llamarle la atención por atípico. Luego, devela el misterio que termina con el absurdo. El novelista cuenta la escena: “Cuando llegué a Londres tuve la impresión de que los ingleses hablaban solos por la calle. Después me di cuenta de lo que dicen: sorry. El sábado, cuando todo Londres se desborda en Piccadilly Circus, no se puede dar un paso sin tropezar con alguien. Entonces hay un rumor total, un coro callejero y uniforme: sorry. A causa de la niebla lo único que conocía de los ingleses era la voz”. 

 En esta época, hablar (y hablar en voz alta) en la calle a la vista de cualquiera sobre cualquier tema es normal. Las cabinas telefónicas y los locutorios son artefactos casi absurdos. Las primeras quedaron reducidas a objetos de museo callejeros. ¿Privacidad del diálogo a distancia? ¿Discreción en el intercambio con un otro ausente? ¿Conciencia de la proximidad de un otro presente? Son rituales caducos en el afuera público, donde lo privado, cargado en una esfera individual, parece prolongarse cómodamente. El entorno propio es el entorno primero. Después está lo que rodea un poco más allá de los oídos y la vista. 

  Entorno significa lo que rodea, es decir, el ambiente. Sin embargo, Echeverría (1999) amplía este concepto: “Por entorno entendemos aquello que está alrededor de nuestro cuerpo, de nuestra vista, o, en general, de las diversas implementaciones que se hayan creado para expandir nuestro espacio inmediato”. De esta manera, el autor español incluye a las piezas tecnológicas como constructoras de ese otro espacio de interacción que, en su estructura, es distinto a los demás. Así, Echeverría divide el ambiente exterior en tres clases: el primer entorno (natural), el segundo entorno (cultural o urbano) y el tercer entorno (telemático). 

  En el trato con el exterior, el oído y la vista amplían el entorno natural del cuerpo. Ellos definen qué es lo próximo o lo lejano, ya que el gusto y el tacto, en su función de “órganos fronterizos”, transmiten una cercanía inmediata, mientras que el olfato sólo admite una distancia de pequeño alcance. La simultaneidad y la copresencia (estar en el mismo espacio al mismo tiempo) con otros objetos o seres son condiciones imprescindibles para interactuar. Pero, según Echeverría, lo que las telecomunicaciones y la informática permitieron fue generar un entorno electrónico, que es una realidad social con propiedades particulares. Aquel surgió por una serie de tecnologías. El autor rescata siete de ellas: teléfono, radio, televisión, dinero electrónico, redes telemáticas, multimedia e hipertexto. 

  Varias cosas distinguen a ese entorno digital. Una es la distalidad. Los objetos están físicamente distantes pero al alcance. Por ejemplo, un libro en la pantalla de una biblioteca virtual. Otro aspecto es la reticularidad. En este espacio interactivo no hay recintos: no hay puertas ni techos ni paredes que delimiten un interior. Resulta innecesario moverse hasta un local, porque basta con conectarse a una red. Otro rasgo es la informacionalidad. Los datos electrónicos circulantes priman sobre la materialidad de los cuerpos. Otro es el multicrónico, que rompe la simultaneidad, ya que puede haber cierta interacción en diferentes tiempos sin presencia física. Ejemplos de este intercambio son los mensajes de voz en los teléfonos o las compras on-line en los negocios que nunca cierran. 

  Escena III

 Miradas en semáforos que reclaman atención. Miradas en relojes que reclaman atención. Miradas en pantallas que reclaman atención. Miradas en carteles y en vidrieras que reclaman atención. De pronto, pasa gente hablando sola o gente riendo sola: pasa gente cruzando la calle con tapones de plástico en los oídos, sin mirar a los costados. Otro comportamiento más desconcertante. En ese zaguán comercial que es la peatonal santafesina, una pareja camina a paso lento. Un hombre va agarrado del brazo de una mujer. Hablando por teléfono, él no está ahí. Luego, la mujer toma el suyo y también se ausenta, aunque sin soltarse del hombre. Ahora los dos están en el mismo espacio, pero no ahí. 


  La ciudad paralela 

 Echeverría (1994) usó la metáfora urbana sobre la nueva forma de organización social global. Propuso el nombre de Telépolis para una “ciudad a distancia” que no aniquila los espacios físicos, sino que se superpone a ellos. Esa nueva forma de coexistencia e interacción humana es universal: “Se es telepolita por el mero hecho de salir a la plaza o de abrir el balcón, es decir, por enchufar la televisión o por entrar en contacto telemático con algún colega o fuente de información”. Internet vendría a convertirse en la avenida principal que atraviesa los barrios de esa ciudad paralela. Por esas calles inmateriales, no circulan “los cuerpos físicos de los ciudadanos”, pero sí la información. (El insistente McLuhan aparece de nuevo para decir que en ese espacio social sin territorio se transita con la extensión de los sentidos.) 

  Esa imagen de la superposición constante de las “ciudades” es visible en el reencuentro en plena calle con televisores y radios. Además, es continuidad, debido a la portación de los dispositivos portátiles. La mayor atención sensorial de las personas sigue dedicada a la ciudad paralela. Aquí es donde resulta posible ubicar la distracción, o la llegada repentina de los cuerpos que arriban desde lejos para contactar al otro. Es posible imaginar una entrada y una salida permanente entre ambas ciudades, las cuales implican capacidades distintitas. “Los medios tecnológicos son herramientas que extienden las habilidades humanas”, vuelve a subrayar el teórico canadiense, pero sólo lo hacen con respecto a un entorno específico.

 Transitar por diferentes entornos requiere distintas habilidades. Una alfabetización anfibia. Parece obvio. Sin embargo, al oír críticas tecnológicas suele tenerse la certeza de estar perdiendo habilidades y hábitos nunca adquiridos. Hay destrezas aprendidas y practicadas en una ciudad que en otra son irrelevantes. Pero adaptarse más a un solo entorno puede convertirse en un accidente vial, en una limitación… o en un callejón sin salida, si se toma la tesis de Estrada. Este creía que el ámbito urbano atrofia los sentidos: “acorta y enturbia la vista, encallece el pie, embrutece el oído”, mientras que el olfato debe soportar los “efluvios terrestres”. Los ojos, ocupados en evitar peligros, se reducen a “lazarillos para cruzar las calles, no tropezar con otros y ganarnos la vida”. 

  La tentación invita: los dispositivos electrónicos serían la atrofia de la atrofia. Las tecnologías pervierten tanto el hábito perceptivo que seducen hasta concluir en el ensimismamiento virtual. No parece una buena idea. Lo cierto es que más que una con-fusión (enajenante) parece un despiste al alcance de cualquiera. No el mítico Narciso, sino Tales de Mileto es el nombre adjunto a los dispositivos que causan distracción sobre el entorno próximo. Una voz benévola lo escribiría así: No quedamos presos de la tecnología. No quedamos atrapados en la pantalla ni en los circuitos invisibles. Simplemente quedamos con la atención desviada. Descuidamos la percepción cercana como se deja sin trabajo un músculo ocioso

 Sirva de ejemplo el comentario del abandono progresivo del ritual de detenerse entre paredes a escuchar un álbum de música. En los ‘80, el walkman permitía llevar algunos cassettes para el viaje urbano. También el posterior discman abría esa posibilidad y el melómano preparado contaba con una cartuchera de discos, huérfanos de cajas, disponibles como en una enciclopedia sonora. Los reproductores actuales pueden almacenar casi toda (si no toda) la discoteca personal en forma de datos. Las colecciones individuales se cargan encima. La cultura organizada por uno no sólo queda en casa: se lleva de un lado a otro, se atraviesa la ciudad con esos productos culturales (libros, fotos, radios, video juegos). 


  Escena IV

  Véalo. Pedalea entre los autos como liebre perseguida. Esa circunstancia no lo priva del entorno. La bici tampoco quita la posibilidad de intercalar pies con ruedas. Por eso, se detiene: sale de la calle y se para en la vereda. En esos intervalos, suele leer brevedades. Esta vez, arroja un insulto y no le alcanza. Tira otro, por las dudas. Confirma que la mayoría de los automovilistas son un peligro con licencia válida. Pero también toma conciencia de sí: se observa observando. Ahora, agarra la bicicleta, vuelve a la calle y continúa el trayecto.   


  El peso de lo intangible

  El orbe íntimo va encima del cuerpo. Aquello que sólo estaba en el hogar se traslada a cualquier parte. (¿No se expanden así las prácticas privadas al afuera?) Ese mismo traslado es el peso de lo intangible, que se pone sobre los hombros auditivos y el pensamiento de la mirada. El significado de la frase “no tengo tiempo” implica algo más que el tiempo concebido por continuos instantes regulares que pueden dividirse en segundos, minutos y horas. Aquella expresión también evoca la energía necesaria y disponible que demanda esa tarea, objeto o asunto. No se lleva en la piel a toda la humanidad: se carga el peso de la localización constante, de la vigilancia continua, de la respuesta ansiosa, del requerimiento insistente. 

  “¿Y qué de los que van metidos en un libro?”, dirá quien descree de estos argumentos. Ese planteo permite rescatar el consumo de contenidos como alicientes de otras perspectivas, puesto que las lecturas son las que hacen leer diferente el entorno. Por ejemplo, Girondo y sus poemas para ser leídos en el tranvía. Esas imágenes referidas con lenguaje poético son una patada en la mandíbula para ver ese mismo entorno de otro modo. Aquel poeta anota en su Apunte callejero: “El ruido de los automóviles destiñe las hojas de los árboles. En un quinto piso, alguien se crucifica al abrir de par en par una ventana”. Hay un quiebre que no lo da el lenguaje mediático y su continuidad informativa de datos actualizándose en la redundancia.

 “El artista serio es el único que puede toparse impunemente con la tecnología, sólo porque es un experto consciente de los cambios en la percepción sensorial”, opinaba McLuhan. Parece una consideración aristocrática del que se deslumbra con la prosa de novelistas europeos del canon occidental. No sólo el “artista serio” puede abrir esa distancia crítica ante la circularidad entre los límites de las dos ciudades. Cualquier transeúnte puede lograrlo, aunque sea por un momento. ¿Un caso ejemplar?: el ciclista como sujeto en el que aún perdura el con-tacto a través de los sentidos, pues no se traslada en una cápsula, respira el afuera, ve lo cercano, siente lo próximo, escucha lo que acontece, huele lo distintivo. La ciudad es reencontrada.   

  Marc Augé elogia el ciclismo, entre otras cosas porque sus practicantes “hablan entre sí (sobre el itinerario, el paisaje o el tiempo) o se desplazan juntos en silencio, pero nunca (o casi nunca) usan su móvil”. Estas escenas contrastan con las conversaciones que involucran a interlocutores invisibles. El antropólogo describe: “Hoy las calles, los cafés, los subterráneos y los autobuses están colmados de fantasmas que se inmiscuyen sin cesar en la vida de las personas a las que rondan; las manejan a distancia y les impiden, no sólo observar el paisaje, sino también interesarse en sus vecinos de carne y hueso. Pero de momento esos fantasmas no han aprendido a montar en bici. Los ciclistas han optado por la relación directa y, durante un tiempo, se niegan a recurrir a los medios”. 

  Olvido de la presencia del otro. Abandono de la discreción. Uso exclusivo de cualquier espacio público de la ciudad. Esas maneras de actuar no sólo son adoptadas por quienes nacieron bajo el amparo de la tecnología portátil. “En la era de la comunicación, vivimos incomunicados”, sería la frase de cabecera. Más bien parece lo contrario. Se vive en una intra-comunicación constante, ya que la tecnología portátil adapta la circunstancia. Sus consecuencias son constatables en cines, conferencias y teatros. El que está así (pendiente) no se encuentra del todo en ese lugar, pues mantiene la puerta abierta del otro entorno. Las otras personas co-presentes perciben el evidente residuo de la interacción a distancia que se ubica en la estrecha frontera público/ privado. 

 A lo anterior se suma que los diversos reproductores con auriculares son la imagen representativa del aislamiento individual. Hay otra causa que ayuda a componer las escenas actuales. La falta de auto-observación frente a la exhibición centrada en el conmigo. Quizás convenga levantar la mirada. La cabeza gacha tiene algo de resignación. Quien aguarda el colectivo en una esquina. Quien camina con ritmo sostenido por la tarde. Quien se detiene en un banco para responder. Quien marcha de traje hacia alguna reunión. Mírelos como mirándose, aunque es posible que no ve nada raro. Son hábitos extraños que ganaron naturalidad. Serán comportamientos tan familiares como la fingida ciclotimia de los presentadores televisivos de noticias que legó el siglo XX. 


    Referencias

  • Augé, Marc. Elogio de la bicicleta. Barcelona: Gedisa, 2008.
  • Arlt, Roberto. “El placer de vagabundear”. En Aguafuertes porteñas. Buenos Aires: Editorial Losada, 1990.
  • Echeverría, Javier. Telépolis, Barcelona: Ediciones Destino, 1994.
  • Echeverría, Javier. Los señores del aire: Telépolis y el Tercer Entorno. Barcelona: Ediciones Destino, 1999.
  • García Márquez, Gabriel. “Un sábado en Londres”. En Obra periodística III. De Europa y América (1955-1960). Buenos Aires: Sudamericana, 1997.
  • Girondo, Oliverio. “Veinte poemas para ser leídos en el tranvía”. En Obras completas. Buenos Aires: Losada, 1996.
  • McLuhan, Marshall. Comprender los medios de comunicación. Las extensiones del ser humano, Buenos Aires: Paidós, 1996.
  • Martínez Estrada, Ezequiel. La cabeza de Goliat. Microscopía de Buenos Aires. Buenos Aires: Losada, 2001.
  • Platón. “Teeteto”. En Diálogos V. Madrid: Gredos, 1988.
  • Poe, Edgar Allan .“El hombre de la multitud”. En Cuentos. Madrid: Alianza, 2002.





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