Hoy es común que se enjuicie a los medios desde la televisión y la radio. También es frecuente que los periodistas enfoquen el ojo crítico en los periodistas. También, que los comunicadores sociales faciliten herramientas para alertar a los ciudadanos y a las ciudadanas sobre los mensajes que reciben.
¿Qué antecedentes hay de esa crítica? ¿Cuál es una posible genealogía de esa actitud de lectura alternativa ante los medios de comunicación? ¿Qué son las batallas culturales? Este artículo sintetiza esas líneas de estudio, describe las propuestas de autores con rasgos familiares y ensaya un aporte propio.
La guerrilla del sentido
A fines de los ‘60, Umberto Eco alentaba una estrategia de comunicación que consistía en adoptar una actitud crítica frente al discurso de los medios para luego contestarlo de manera activa. Cambiar el código de lectura. Leer los significados no-dichos y discutir. Esas eran las consignas. La resistencia a los mensajes debía ubicarse en la instancia de recepción. En vez de apropiarse de los medios y controlar el contenido de las emisiones, trabajar a partir de la decodificación y después propagar los contra-mensajes. Ese artículo del semiólogo italiano se publicó en 1967, mismo año de salida al mercado del disco Sargent Pepper’s lonely heart club band, de The Beatles, que pretendía alterar el estado de percepción de los oyentes. La contracultura (la contra a los valores y normas de la cultura dominante) se hacía oír por esa época.
El problema planteado en Para una guerrilla semiológica era ¿cómo “devolver a los seres humanos una cierta libertad frente al fenómeno total de la comunicación”? Para enarbolar su tesis, Eco refuta dos posturas. Por un lado, la de quienes creen que en la intencionalidad del emisor ya está el efecto certero, como ocurre en la teoría de la aguja hipodérmica de Harold Lasswell. Por el otro, la de quienes pretenden que la sociedad se organice y cambie el mensaje en aras de una mejor calidad de comunicación. Aquí entran los que sólo apuestan y confían en el contenido: “Confían en poder operar una transformación de las conciencias transformando las transmisiones televisivas, la cuota de verdad en el anuncio publicitario, la exactitud de la noticia en la columna periodística” (Eco, 1997:138).
Entonces, es insuficiente apoderarse de los medios y sus contenidos, porque, aun así, “el emisor transforma la señal en mensaje, pero este mensaje es todavía una forma vacía a la que el destinatario podrá atribuir significados diferentes según el código que aplique” (ob. cit.:140). A pesar de aquella maniobra, los receptores pueden seguir operando con sistemas propios de reglas para interpretar datos culturales. Esto es lo que incita a pensar los mensajes de un modo más amplio. A leer más de lo que dicen. A ampliar sus significados. A sumarles información y argumentos para saber hasta dónde resiste su forma original. En resumen, abordarlos con una conciencia crítica: analizarlos, contrastarlos, verificarlos. La guerrilla semiológica incita a que los sujetos aborden signos aplicándoles los códigos de la sospecha, a que adopten una actitud emparentada con la duda de Descartes y la nariz de Nietzsche.
Otro punto es que los mensajes mediáticos llegan a situaciones sociológicas diferentes. Eso suele propiciar las “interpretaciones discordantes”, porque cada destinatario decodifica, extrae, construye, los significados a partir de su modelo cultural (saberes, valores, creencias, prejuicios). De ahí esta tesis: “La batalla por la supervivencia del hombre como ser responsable en la Era de la Comunicación no se gana en el lugar de donde parte la comunicación sino en el lugar a donde llega” (ob. cit.:142). Eco proponía ocupar una silla frente a cada página, pantalla o parlante. En 1940 Paul Lazarsfeld hubiera dicho que el semiólogo invitaba a convertirse en un líder de opinión, es decir, en un decisivo “elemento intermediario entre el punto inicial y el punto final del proceso de comunicación” (Mattelart, 1997:43).
En definitiva, parte del método era enseñar a leer, ver y escuchar los mensajes a través de la práctica cotidiana. También se trataba de cumplir el rol de moscardón socrático y fomentar la inquietud crítica en otras personas: “Un partido político, capaz de alcanzar de manera capilar a todos los grupos que ven televisión y de llevarlos a discutir los mensajes que reciben, puede cambiar el significado que la fuente había atribuido a ese mensaje. Una organización educativa que lograse que una audiencia determinada discutiera sobre el mensaje que recibe, podría volver del revés el significado de tal mensaje. O bien, demostrar que ese mensaje puede ser interpretado de diferentes modos” (Eco, 1997:143).
El autor propone neutralizar conscientemente la intencionalidad primera del emisor, pero señala que no se trata de “una nueva forma de control de la opinión pública”. La misión estratégica no es la imposición de otro significado único, sino la variedad de sentidos, la exploración de la polisemia y el inicio de la discusión o el debate. En este último se busca convencer. Esta tarea se logra por la persuasión y no por la manipulación. Una es lícita, la otra, un engaño. Esa es la actitud que guía la propuesta de Eco: “El universo de la comunicación tecnológica sería entonces atravesado por grupos de guerrilleros de la comunicación, que reintroducirían una dimensión crítica en la recepción pasiva” (ob. cit:144).
Pero hay que considerar que la guerrilla semiológica no se limita a la crítica de(sde) los medios. Sigue con actividades complementarias (mítines estudiantiles, sentadas, marchas). Conlleva, además, “la corrección continua de las perspectivas, la verificación de los códigos, la interpretación siempre renovada de los mensajes de masas”. De modo que es una estrategia dinámica: atiende las variantes, se actualiza, se mueve, se renueva, se corrige. No se estanca en un trato patotero o en una actividad criticona. Tampoco se agota en falacias, ni en putear porque sí al emisor, ni en abusar de la ironía y el sarcasmo, ni en desestimar todo lo que el otro opina. La guerrilla del sentido es aquella que, al interpelar, interroga por la verdad, sacude, descubre, redescubre en el ámbito de la cotidianidad.
Aquella táctica transclasista de Eco resonó hace unos años en una nota titulada El público le hace mal a la televisión. Este escrito, al analizar las reacciones del público español ante una operación de prensa gubernamental, recordaba que “un mensaje apunta a producir ciertos efectos, pero puede chocar contra situaciones locales, con distintas disposiciones psicológicas y deseos, y producir un efecto boomerang”. A este señalamiento hay que ejemplificarlo con un tema más cercano: se puede traer a la memoria que el debate por la Ley de servicios de comunicación audiovisual durante el 2009 en Argentina fue propicio para que los interesados por el tema observaran el comportamiento del sistema de medios vigente.
Una genealogía
Durante esa época de revuelta cultural, Eco seguía una tarea que el ensayista Roland Barthes había iniciado con Mitologías. Estos artículos periodísticos, escritos entre 1954 y 1956, tenían dos objetivos. Primero, “una crítica ideológica dirigida al lenguaje de la llamada cultura de masa”. Segundo, “un primer desmontaje semiológico de ese lenguaje” que naturalizaba lo histórico convirtiéndolo en mito. Esta continuidad entre ambos autores se explicita en el prólogo a La estratega de la ilusión, libro donde se incluye el texto sobre la guerrilla del sentido. Eco explicaba: “He tratado de poner en práctica lo que Barthes llamaba el olfato semiológico, esa capacidad que todos deberíamos tener de captar un sentido allí donde estaríamos tentados de ver sólo hechos, de identificar unos mensajes allí donde sería más cómodo reconocer sólo cosas”.
Antes de avanzar con el tema, hay que tener en cuenta que lo anterior resulta incomprensible si no se entiende qué es la semiología. En términos generales, se trata de una disciplina que estudia las posibles variedades de signos, que investiga los modos en que los objetos de una cultura significan, porque todoes susceptible de ser leído. “Un vestido, un automóvil, un plato cocinado, un gesto, una película cinematográfica, una música, una imagen publicitaria, un mobiliario, un titular de periódico, de ahí objetos en apariencia totalmente heteróclitos” (Barthes, 1990:223). Sin embargo, tienen algo en común: son todos signos. El mundo cotidiano está repleto de ellos. Sin saberlo, en la vida social, a todos se les aplica cierta lectura espontánea.
Las personas pasan su tiempo leyendo. Imágenes, gestos, comportamientos: “este automóvil me comunica el status social de su propietario, esta indumentaria me dice con exactitud la dosis de conformismo, o de excentricidad de su portador” (íbidem.). Cuando se trata de un texto, siempre se puede leer un segundo mensaje entre las líneas del primero. El desafío pasa por descifrar los significados implícitos. Practicar estas lecturas en la cotidianidad implica descubrir valores sociales, morales, ideológicos. Guiada por la lingüística estructural, esa útil reflexión sistemática era la semiología, señalaba Barthes en La cocina del sentido (1964). Así pues, se trata de ejercitar el olfato y de aplicárselo a los objetos culturales y a los hechos.
Por otra parte, en los 60 surgen los Estudios culturales ingleses, que rescatan los trabajos del crítico literario Frank Raymond Leváis. Este había publicado Civilización de masas y cultura minoritaria (1930) con la intención de proteger a los estudiantes contra la cultura comercial. Pensaba que las expresiones culturales del capitalismo perjudicaban a los estratos de la cultura tradicional. En consecuencia, junto al grupo de la revista Scrutiny(1932-1953), recurren a la escuela como instancia propagadora de valores literarios. Leváis no perseguía una reforma de toda la sociedad, sino un soportar los cambios sociales que se producían. Una literatura selecta era el antídoto para repeler la contaminación del lenguaje ordinario surgido de la sociedad mercantil. Aquella publicación era como una resistencia al embrutecimiento impulsado desde los medios y la publicidad.
Terry Eagleton (1998) comenta: “Scrutiny era más que una revista, era el centro de una cruzada moral y cultural. Sus simpatizadores iban a escuelas y universidades a presentar batalla, a fomentar a través del estudio de la literatura las respuestas ricas de contenido, complejas, maduras, discernientes, moralmente serias (…) que capacitaran a los individuos para sobrevivir en una sociedad mecanizada donde abundan la novela insustancial, el obrero que se ha vuelto hostil, la publicidad baladí y los medios masivos de vulgarización”. Eagleton le reprocha a Leváis, entre otras cuestiones, que la actitud de Scrutiny fue elitista. De todas maneras, reconoce como una actividad importante que las lecciones de literatura inglesa funcionaran para “advertir a los chicos de escuela sobre las manipulaciones publicitarias o la pobreza del vocabulario de la prensa popular”.
Otros precursores
Los capítulos del libro de Eco se constituían por ensayos sobre la actualidad y fueron publicados en diarios y revistas. Eran críticas mediáticas (desde un medio) para mostrar formas de lectura: “Considero mi deber político invitar a mis lectores a que adopten frente a los discursos cotidianos una sospecha permanente, de la que ciertamente los semióticos profesionales sabrían hablar muy bien, pero que no requiere competencias científicas para ejercerse” (Eco, 1997:7). El intelectual que escribe por deber político remite a figuras como Bertrand Russell. Este filósofo criticó, como otros, la guerra de Vietnam. Pero se trae a cuenta por su ensayo Pensamiento libre y propaganda oficial (1922). En este escrito Russell proponía distintos modos para que el Estado enseñara en la escuela primaria el arte de leer los periódicos (desconfianza mediante). Acaso el texto fue estimulado por la desinformación que circuló durante la Gran guerra de 1914. Ahí, por vez primera, se articulan los medios gráficos con ese fin y se planea la primera operación de prensa moderna.
Esa maniobra de comunicación no fue limitada a ese acontecimiento. Las mentiras y los rumores crecieron en el siguiente conflicto armado. Durante la Segunda Guerra Mundial, como reacción a esa “guerra psicológica”, hubo clínicas de rumores para refutarlos. “Cada una de dichas clínicas se hallaba dirigida por un grupo integrado por universitarios, empresarios y periodistas, y la información sobre los rumores existentes era recogida por voluntarios de la población. El objetivo de su actividad consistía, más que en impedir la circulación de rumores, en socavar su credibilidad a partir del análisis publicado sobre el mismo” (Calcagno, 1992:224) La inventiva fue del diario Herald-Traveler, en 1942. Luego, la estrategia, paralela a la oficial, se extendió a cuarenta diarios y revistas de Estados Unidos y Canadá.
Después de la SGM, el mundo se parcela en dos grandes bloques: el capitalista, representado por Estados Unidos; y el socialista, representado por la Unión Soviética. La tensión entre ambos se llamó Guerra fría. Una guerra de propaganda encubierta en productos culturales, de combate en territorios ajenos, con la sensación del inminente peligro nuclear. Un enfrentamiento de esa clase entre las dos grandes potencias fue la guerra de Vietnam (1955-1975). La metáfora de la guerrilla semiológica también apareció en ese contexto histórico. Esa táctica militar era la usada por el bando vietnamita del norte, apoyado por los soviéticos para combatir a la facción del sur, abastecida ésta por los estadounidenses. La guerrilla era concebida como resistencia tenaz y ataque certero frente a un adversario superior.
Por supuesto que esa no fue la primera vez que se empleó la guerrilla como táctica militar. Por ejemplo, en América Latina fue practicada durante el siglo XIX. El caudillo Martín Miguel de Güemes y sus “Infernales” contuvieron las expediciones del ejército español, que buscaba tomar Buenos Aires. En la frontera salteña, la guerra gaucha, con sus partidas, resistió siete años esas invasiones y protegió el territorio argentino. “Sin haber leído a Mao Tse Tung ni al Che Guevara, Güemes entendió que a esos ejércitos de línea había que pelearlos rehuyendo del enfrentamiento directo, practicando la emboscada y apoyándose en la solidaridad de la población” (Alaniz, 2005:193). La colaboración civil permitía que desde cada rancho, arboleda o tramo del camino los movimientos de los pasos realistas estuvieran bajo vigilancia. Aquella ardua resistencia le da tiempo a San Martín para organizar el Ejército de los Andes, que luego libertará a Chile y a Perú.
De vuelta al plano de las ideas, el pensador político Antonio Gramsci también entrevió la táctica guerrillera para batallar en el campo de la cultura. Sin embargo, la descartó de sus planteos teóricos, porque tal vez prefería una estrategia que supusiera no perder la iniciativa política, aspecto central de la filosofía de la praxis. Pausa. Quizás sea conveniente aclararlo ahora. Las comparaciones entre el arte militar y la política deben establecerse “sólo como estímulos para el pensamiento y como términos de simplificación ad absurdum” (Gramsci, 1981:178). Dicho de otra manera, la experiencia bélica sólo sirve para desarrollar concepciones teóricas. (Este señalamiento es tan redundante como el aviso obvio de “No ingerir”, inscripto en productos tóxicos, pero, como suele pasar, siempre llega algún desprevenido que no lee bien…)
Trincheras civiles
Gramsci sugirió otro ardid cultural relacionado con el sentido, aunque el problema que se plantea este italiano es otro. Su punto de partida es un cambio radical del orden establecido. Entonces, él se pregunta ¿cuáles son las situaciones históricas que posibilitan una revolución popular? Así que, cuando anota estrategias políticas, la meta revolucionaria las subyace. Una de sus digresiones carcelarias lo lleva a examinar maneras de acción como la de los comitadjis, que eran combatientes irregulares de Medio Oriente. Al considerarlas, agrega: “Estas formas de lucha son propias de minorías débiles [pero exasperadas] contra mayorías bien organizadas, mientras que el arditismo moderno presupone una gran reserva, inmovilizada por diversas razones pero potencialmente eficiente, que lo sostiene y lo alimenta con aportes individuales” (ob. cit.:180).
Según la teoría esbozada por Gramsci, resulta indispensable una reforma moral e intelectual. Esto implica modificar las instituciones y las relaciones sociales. En vistas a lograrlo, más que combatir como una minoría, se trata de ganar aliados (potenciales) para vencer a una mayoría bien establecida. De ahí que la cultura sea terreno de disputa política: “las supestructuras de la sociedad civil son como el sistema de trincheras en la guerra moderna” (Gramsci, 1984:150). Cada clase social suele tener sus instituciones y sus intelectuales orgánicos, que son los encargados de difundir ideas e intervenir en los conflictos para defenderlas. Pero esta no es una contienda rígida. Las clases se enfrentan en la sociedad de manera transversal: trazan alianzas entre ellas. Para el pequeño Gramsci, entonces, el poder no es una cosa ni algo estático, pues se trata de un conjunto de relaciones de fuerza que cambia.
En este sentido, aquel autor enseñó que para las clases subalternas con anhelos de suplantar al bloque histórico vigente era equívoco emprender, ante una crisis económica, una sola acción orientada a la toma del Estado, puesto que éste sólo es “una trinchera avanzada”. En cambio, vislumbró la táctica de ocupar espacios sociales importantes y ganarlos a través del consenso de una visión alternativa: “la guerra de posiciones, en política, es el concepto de hegemonía, que sólo puede nacer después del advenimiento de ciertas premisas, a saber las grandes organizaciones populares de tipo moderno, que representan como las ‘trincheras’ y las fortificaciones permanentes de la guerra de posiciones” (ob. cit.:244). Hegemonía es entendida aquí como el poder de nombrar y establecer, con legitimidad, visiones del mundo.
Aquella se vincula más con la persuasión que con la violencia de las armas. “La hegemonía constituye todo un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida: nuestros sentidos y dosis de energía, las percepciones definidas que tenemos de nosotros mismos y de nuestro mundo” (Williams, 1977:131). El concepto va más allá del sistema de ideas y creencias, pues abarca todo el proceso social vivido, que se organiza por significados y valores dominantes legítimos. En síntesis, se trata de un sentido de la realidad (reconocido) para la mayoría de las personas, que en los diferentes ámbitos de la vida se movilizan a partir de aquél. Además, una hegemonía es un proceso activo y no una forma pasiva de dominación: debe renovarse, recrearse, defenderse y modificarse, mientras es resistida, alterada, desafiada. Siempre hay espacios para ejercer contraehemonía, pero, a su vez, el proceso dominante tratará de controlar, transformar y aun incorporar las prácticas alternativas que amenacen. Entre los mecanismos que transmiten la hegemonía están las instituciones y el sistema de comunicación, que selecciona noticias, opiniones, percepciones, actitudes.
Recapitulando, la guerra de posiciones (o de trincheras) es la metáfora de una forma de lucha en el espacio cultural que aparece como necesaria a medida de que la sociedad civil y el Estado se vuelven más complejos. Esa maniobra consta de un ataque progresivo. No es frontal y en un solo acto, sino que avanza tomando posiciones, desgastando, socavando, erosionando. Mediante ese proceso de ataque se aumenta la presencia (la fuerza simbólica) de los sectores dominados en las instituciones creadas en la sociedad civil. Esta última subsume a organismos desde los cuales ciudadanos y ciudadanas participan de la actividad política y el debate ideológico (partidos, sindicatos, medios, religiones, grupos empresarios, centros educativos, colegios profesionales, etc). Por último, desde una perspectiva de comunicación, la hegemonía alimenta el código de lectura dominante, basado en los patrones de lecturas preferentes.
Atalayas rigurosas
Guerrillas. Clínicas. Trincheras. En lo que respecta al campo periodístico, Ignacio Ramonet, desde Le Monde Diplomatique, fue uno de los difusores de lo que sería una atalaya mediática. En efecto, del propósito de descontaminar versiones informativas surgió la ONG Watch Media Global. Este sería un “quinto poder” para controlar los excesos de la prensa mundial sobre las poblaciones. Ese nuevo poder reprendería desde la ética y sancionaría las “faltas de honestidad mediática” con informes publicados. Los motivos eran categóricos: “En la nueva guerra ideológica que impone la mundialización, los medios de comunicación son utilizados como un arma de combate. La información, debido a su explosión, su multiplicación, su sobreabundancia, se encuentra altamente contaminada, envenenada por todo tipo de mentiras, por los rumores, las deformaciones, las distorsiones, las manipulaciones” (Ramonet, 2003).
La instancia de monitoreo se justificaba en que el “cuarto poder” (sin control) provocaba un perjuicio para la democracia. Investigadores, periodistas, intelectuales y usuarios denunciarían el abuso del poder mediático transnacional. “Esos medios de comunicación que, en determinadas circunstancias, no solo dejan de defender a los ciudadanos, sino que a veces actúan en contra del pueblo en su conjunto. Tal como lo comprobamos en Venezuela.” En su artículo, Ramonet se refiere, principalmente, a los acontecimientos registrados en el film Chávez: inside the coup (2003), de las directoras Bartley y O’ Briain. A partir de aquella iniciativa, por ejemplo, en Argentina funciona la Red de Observatorio de Medios. Sus informes se publican en Internet. También existen observatorios que atienden asuntos como la discriminación étnica o de género en programas de radio y tele.
La proposición detallada por Ramonet es parecida a la clínica de rumores. Hay variantes ligeras de lo anterior, a saber, secciones televisivas dedicadas a la lectura atenta de periódicos y sitios web que comparan titulares e información de los medios gráficos. De modo que estas atalayas (gubernamentales y no gubernamentales) sirven, en las batallas culturales, para la observación de otros medios acerca de ciertos temas, a través de la formación de grupos capacitados que analizan material circulante. Si es indispensable identificarles una genealogía a estas sedes de vigilancia rigurosa, se la encontrará en Pierre Bourdieu, que anotó la necesidad de atender una comunicación sobre el inconsciente de la comunicación. O sea, señalar las formas de violencia simbólica que se ejercen, a través del lenguaje, sin tener plena conciencia de ellas.
Bourdieu da ejemplos relacionados con el impacto de los títulos periodísticos, con las maneras incorrectas de plantear un tema, con el uso de adjetivos como visión/división del mundo social. Sugiere: “habría que concebir y crear una instancia crítica que sea capaz de tratar con rigor y sancionar –por lo menos a través del ridículo– a quienes se extralimitan. Sé que hablo de utopías, pero me gustaría imaginar algún programa crítico que asocie a investigadores, artistas, cantantes, humoristas, y someta a la prueba de la sátira y de la risa a los periodistas, políticos e ‘intelectuales’ mediáticos que caigan demasiado flagrantemente en el abuso de poder simbólico” (Bourdieu, 2002: 65). Además, este sociólogo planteó una (auto) crítica de los periodistas para con los periodistas, ya que son éstos quienes ocupan, dentro de los medios, “una posición privilegiada en la lucha simbólica por hacer ver y hacer creer”.
Hay que subrayar que, en el siglo XXI, luego de presenciar mentiras históricas y acontecimientos claves, las personas tienen más experiencia en su trato con los medios. (También, desde éstos hubo acciones para mostrar sus mecanismos.) Las audiencias astutas leen bien cuando desde los medios privados denuncian “ataques a la libertad de expresión” o cuando los gobernantes aseguran “estamos trabajando en eso”. Los sujetos no son sólo receptores, sino usuarios que, además de recibir mensajes de la radio o la televisión, interactúan entre ellos y se convierten en emisores de contenidos. Texto por teléfonos móviles y servidores. Publicaciones en línea. Intercambios en comunidades virtuales. Internet, la anárquica red de redes, es el centro interactivo a nivel global.
Centinelas permanentes
Al escribir formas posibles de la guerrilla cultural, Eco comentaba que podía usarse un medio para comunicar juicios sobre otros medios, verbigracia, un diario que criticara los programas de la tele. Pero “¿quién nos asegura que el artículo del periódico será leído del modo que deseamos? ¿Nos veremos obligados a recurrir a otro medio para enseñar a leer el periódico de manera consciente?” (Eco, 1997:143). Del mismo modo, se puede plantear que hoy la televisión “enseña” a leer textos periodísticos y los critica, pero ¿cómo leer el montaje argumentativo de la nota televisiva y hasta dónde confiar en esa interpretación? Luego, también se puede advertir sobre el control de la observación de los observadores. Por ese motivo, el semiólogo italiano plantea “el retorno a la responsabilidad individual”. Desde ahí, concibe “una acción para incitar a la audiencia a que controle el mensaje y sus múltiples posibilidades de interpretación”.
Por otra parte, Eco imagina esa estrategia para una audiencia global cuando la crítica era ante los medios masivos. Desde entonces hubo cambios. Los usuarios acceden, por la tecnología, tanto a la codificación como a la decodificación. Las formas actuales de la guerrilla cultural son intra-mediáticas. No se está frente a los medios, sino entre los medios, porque son el entorno simbólico y los instrumentos indispensables para la expresión de la cultura. Además, el acceso mediático es más individualizado, aunque no más aislado, debido a las redes de intercambio de información. En estas circunstancias, las ideas actualizadas de Russell y de Eco siguen vigentes. Conviene aprender a ser vigías individuales: centinelas apostados en la propia subjetividad. Este no es un “descubrimiento” de ayer a hoy.
A mitad de los ‘80, situado en el contexto latinoamericano de comunicación alternativa, el salesiano Victorino Zecchetto publicó un método popular de formación crítica. Integrado por una “mezcla de postura semiótica y socio-cultural-estructuralista”, aquél servía para contrarrestar las difusiones de modelos, valores e ideales del sistema transnacional de comunicación. Era una guía básica para abordar el contenido de diarios, publicidades, historietas, películas, discos, videos, programas de radio y tele. El método consta de cuatro etapas. La fase de la percepción, de la sospecha, del análisis y de la crítica. Ahora bien, a la capacidad de enjuiciar saberes no se llega de manera espontánea, sino que es la consecuencia de un aprendizaje. “La comunicación crítica se inscribe, pues, en el propósito educativo de libertad, ante los fuertes condicionamientos que constituyen los medios masivos para cualquier ciudadano” (Zecchetto, 1986:7).
La postura a la que adhería el pedagogo era clara: “Para hacerle frente con realismo a los medios masivos a nivel educativo, nos parece que la tarea de formación crítica es una propuesta práctica y operacional, porque no se queda en la esfera de las interpretaciones sociológicas, sino que es un compromiso crítico de subversión comunicacional” (ob.cit.:52). Resulta infructuoso “enfrentarse al mundo de los grandes medios (...) con desprecio o con declaraciones denigratorias”, puesto que “esa postura además de ser maniquea, no remedia la situación”. Hacia un posible cambio, se debe actuar en varios niveles del fenómeno. “Uno de esos niveles consiste en formar críticamente a los perceptores o usuarios de los medios de difusión, proporcionándoles un método de trabajo, elementos nuevos de análisis y de juicio tanto teóricos como prácticos” (íbidem).
Así pues, al término de este ensayo, se recata otra táctica, quizás la fundamental. Cada quien es capaz convertirse en una unidad alerta, prevenida, en guardia. ¿No exigen esta competencia los contextos de polarización, de excesos, de desconfianza? Frente a algunas cuestiones y conflictos, estará a solas con su capacidad de juzgar, lo cual es difícil pero indispensable. Los ciudadanos y las ciudadanas, desde su individualidad, participan del círculo de control. No se trata del sexto poder o de un meta-poder, sino de los poderes individuales, agrupados y distintos. Las limitaciones dependerán de las capacidades desiguales para visualizar desde una cierta posición y de las propias herramientas disponibles (vitales, intelectuales, metodológicas).
Las batallas culturales
Gramsci, acercándose a Karl von Klausewitz, concibe a la guerra como “un momento de la vida política, la continuación, bajo otras formas, de una determinada política”. Pero una batalla cultural no es la guerra. La guerra es la totalidad, la aniquilación del enemigo, la muerte, el lado atroz de la política. Por el contrario, los enfrentamientos culturales entre adversarios son disputas delimitadas por lo simbólico. Imponer sentidos, aunque sea por consenso, implica destronar, desplazar, relegar otros sentidos, porque no todos pueden ocupar la misma jerarquía. ¿No subyace ahí una lucha, una contienda, una pugna ineludible que demanda su correspondencia en el lenguaje?
Inviable es escudarse en la ingenuidad. No se puede eludir la fuerza bélica de las palabras. (Incluso hablar de “resistencia”, en una de sus acepciones, es remitirse a la oposición de un “ataque”). En esos términos, si la cultura es (un fenómeno de) comunicación, las batallas culturales son batallas comunicacionales. El lenguaje toma esa fuerza adversativa para sustituir la agresión física. Así que pensar en los mensajes es concebir que en ellos hay violencia, hay sentidos que intentan mantener su dominio y otros que pretenden reconocimiento. En la circulación de las visiones del mundo, existen luchas simbólicas intensas. La magnitud de esos choques, ¿puede referirse sin una connotación belicosa?
Traducidas a una jerga teórica, las batallas culturales serían como los enfrentamientos semióticos o las disputas del sentido que, a través de prácticas comunicativas, mantienen los distintos grupos que viven en una sociedad, donde existen desigualdades económicas y simbólicas. Las reglas de esas batallas están delimitadas por la órbita de la hegemonía. Son conflictos observables en tensiones artísticas, religiosas, económicas, educativas, jurídicas, gremiales, científicas, filosóficas, periodísticas, que se vinculan con la representación legitimada del mundo social. Este concepto excluye la coerción y la violencia física. Sí admite las inevitables estratagemas engañosas, tales como la desinformación.
Asimismo, esas controversias no son un duelo: son un tablero de poderes en debate por el sentido. No es una historia entre “buenos” y “malos”, ni A contra B, como se trata de definir en toda guerra. Cada contienda resulta una voluntad de intereses diversos, que a veces convergen, se ocultan, se enfrentan, se señalan, se transmutan o se modifican. Por consiguiente, las batallas culturales, que brotan dentro de un mismo sistema, pueden ser clasistas o transclasistas, pues aquellas guardan relación con las identidades que atraviesan a los sujetos. La cara que define a una identidad es más compleja que los lados de una medalla. Sólo diferenciarse de un opuesto como referencia es empobrecer la identidad y su contenido, tanto en relación con ella misma como con las otras.
Mayo de 2012.
Referencias
- Alaniz, Rogelio, “Martín Miguel de Güemes: el guerrero de la independencia”, en Hombres y mujeres en tiempos de revolución. De Vértiz a Rosas, Santa Fe, Ediciones, UNL, 2005.
- Barthes, Roland, Mitologías, México, Siglo XXI, 1999.
- Barthes, Roland, La aventura semiológica, Barcelona, Paidós comunicación, 1990.
- Bourdieu, Pierre, “Los medios al servicio de la revolución conservadora”, en Pensamiento y acción, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2002.
- Borges, Jorge Luis, “Dos libros”, en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Emecé, 2005.
- Calcagno, Eduardo, “La evolución de la propaganda moderna”, en Propaganda. La comunicación política en el siglo XX. Buenos Aires, Comunicación gráfica Edición diseño, 1992.
- Eco, Umberto, La estrategia de la ilusión, Barcelona, Lumen, 1999.
- Eco, Umberto, “El público le hace mal a la televisión”, en diario La Nación, 2004.
- Eagleton, Terry, “Ascenso de las letras inglesas”, en Una introducción a la teoría literaria, Buenos Aires, Fondo de cultura Económica, 1998.
- Gramsci, Antonio, Cuadernos de la cárcel, Tomo I, México, Ediciones Era, 1981.
- Gramsci, Antonio, Cuadernos de la cárcel, Tomo III, México, Ediciones Era, 1984.
- Hall, Stuart, “Codificar y decodificar”, en Culture, media y lenguaje, London, Hutchinson, 1980.
- Mattelart, Armand y Michèle, Historia de las teorías de comunicación. Buenos Aires, Paidos, 1997.
- Ramonet, Ignacio, “El quinto poder”, en Le Monde Diplomatique (edición en español), 17 de octubre del 2003.
- Williams, Raymond, “La hegemonía”, en Marxismo y literatura. Barcelona, Península, 1977.
- Zecchetto, Victorino, Comunicación y actitud crítica. Buenos Aires, Ediciones Paulinas, 1986.
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