Por Mingus
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En consecuencia, como en esta versión de la realidad no existen los “malos”, a éstos los reemplaza la figura del garca, cuyo arquetipo es camaleónico, puesto que para corresponderle no importa el sexo, género, profesión, edad, clase, estética o cualquier otra variable que se quiera añadir. La esencia de aquél se impregna en la identidad, en los valores y en la puesta en práctica de ellos. Así, garca puede ser cualquiera que se dedique a emplear las habilidades necesarias para conseguir tal mérito, que, básicamente, se resume en abusar de otro para obtener un beneficio (el campo económico es el más ventajoso, pero no el único).
A este drama ya lo venía describiendo muy bien un filósofo contemporáneo que, por los vericuetos del destino, se hizo cantante: “Aquí no es bueno el que ayuda, sino el que no jode, acuérdese”. (Con qué poco hay que conformarse.) En efecto, hoy en día, aquella sentencia es lo máximo que se espera en la esfera pública. Salir ileso de la jugarreta. Esquivarle el filo a la trampa. Alcanzar a ver de reojo la mano del cleptómano. Darse cuenta a tiempo de que el suéter de la oveja es de látex. “Poco es mucho para mí” –como dice un poeta popular– sería la deprecación repetida por la víctima ante cada sospecha.
Entonces el garca, en esta novela, a diferencia del “malo”, surgió para ganar. Es más astuto, pues no explicita ni anticipa que va a hacer de las suyas, sino que se presenta con tratos bonachones y hasta injuria a los malvados con el comentario de alguna anécdota propia. Asimismo, sólo se lo puede reconocer por las estrategias que utiliza, que son múltiples. Ahí es donde gana. Porque nadie puede estar continuamente alerta como las farmacias de turno, y la neurosis es un estado bastante incómodo. Por tanto, no se puede desconfiar siempre del arquitecto contratado, de los albañiles, del electricista, del plomero, del reparador de PC, del mecánico, de las excusas del compañero/ra de trabajo o de estudio...
Por otra parte, que no haya malos en este contexto no erradica la presencia de enemigos. Los hay. Se componen. Pero el garca más talentoso nunca va a querer representar ese papel. Por ejemplo, desde un determinado discurso político, dirá que los enemigos son categorías abstractas : inseguridad, injusticia, desorden, etc. Contra ellos hay que combatir, verbigracia, si la inseguridad se le metió en el cuerpo a una persona, habrá que darle duro hasta que la bacteria la deje tranquila y salga de su interior. Porque el enemigo está ahí dentro. Porque el enemigo está aquí adentro. Nadie quiere ser enemigo. Yo no soy, es aquél, el otro: los inmigrantes, los negros, los blancos, Michael Jackson, los chetos, los villerros, los pelados, lo que sea diferente y peligroso. Lo sugirió Ana Quiroga: se configura socialmente “un horizonte de amenazas”.
En definitiva, esta metamorfosis en la denominación de los actores tiene que ver con que ya no hay “malos” explícitos en este contexto. Hay “buenos” disponibles para cada causa. Pero, asimismo, casi nadie admite, mediante la palabra, su posición –no públicamente–, aunque actúan de acuerdo con ella y se rotulan a sí mismos de manera ambigua. Así pues, no son como aquellos personajes de Stevenson: son como los de Hemingway. Sólo el lector, con su habitus y su background, puede asignarles el "bando" al cual pertenecen (si es que aún existen aquellas clásicas divisiones tajantes).
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