Distopías literarias


 Hace tres años, se establecía en Argentina el aislamiento preventivo de la población para enfrentar la pandemia de Covid-19. Por entonces, aún no había vacunas disponibles y la incertidumbre era común. Aquí se reproduce un artículo, escrito en ese contexto, que reflexiona sobre los relatos distópicos.

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 Una pandemia amenaza en las calles del mundo por estos días. Aislado socialmente por la cuarentena general, pienso en las distopías literarias: un género que me interesa por razones que todavía no tengo bien en claro. Mientras escribo, estoy viendo, a poca distancia, en mi biblioteca, las obras clásicas del género; también considero las que pertenecen a este siglo y recuerdo otras que he leído, pero que no tengo en mi colección. Hace bastante tiempo que las distopías son tendencia cultural. Hasta Nora Roberts publicó una obra que podría clasificarse como ficción distópica: el argumento de Año uno trata sobre una gripe aviar que contagia y mata de un modo apocalíptico. 

 Me atraen las distopías porque, con argumentos sencillos, abren líneas de reflexión en la vida cotidiana. Gramsci sostenía que todos filosofamos espontáneamente, puesto que, de alguna manera, reflexionamos sobre el mundo. Claro que para hacerlo de un modo crítico resulta insuficiente el “sentido común”: hay que aplicar el “buen sentido”. Las mejores distopías son aquellas que nos invitan a ejercitarlo. Pienso en el ejemplo extremo de Cadáver exquisito (2018), de Agustina Bazterrica. Para plantear el contexto de esta novela, hace un movimiento simple dentro del sistema actual: allí donde estaban los animales ahora están los cuerpos humanos. Extraordinario resultado. El matadero político de Echeverría se redefine en otra época. 

 El canibalismo abunda en la literatura, pero aquí se vuelve sistemático dentro del modo de producción capitalista. La excepción se vuelve norma. Producción, distribución y consumo se reorganizan. La barbarie se legitima y se desplaza a otros planos de la realidad. En la trama surgen nuevos conflictos, además de los que se desarrollan en la rutina del protagonista. Distinto sucede en La carretera (2006), donde el canibalismo aún marca una línea moral. El argumento de McCarthy también es sencillo: luego de una explosión nuclear, un padre y un hijo atraviesan el escenario que fue devastado por la técnica. El orden social aquí es inexistente: ya no hay sistema ni sentido a largo plazo, porque los sentidos han estallado con la catástrofe. 

 El fundamento de las distopías es aquello que surge en las circunstancias de la trama y no sólo el acontecimiento que da inicio a la historia. Al contrario de la utopía, el escenario distópico es posible en el momento de su composición, su punto de partida es verosímil: capta sus tendencias, las exagera, las multiplica; trabaja con percepciones sociales, políticas, comunitarias. Las distopías plantean la lectura crítica sobre un escenario común. No sólo es la psicología del protagonista, sino su biografía en ese contexto donde transita y encuentra un marco para sus problemas. La distopía proyecta una mirada al mundo común, pero renuncia al consenso sobre cómo debería ser ese mundo. Evita quedarse con el monopolio de la emancipación. En cambio, explora formas imaginarias de padecer la existencia. 

 La utopía suprime los defectos de la decadencia humana: los subsana mediante la escritura literaria con una proyección ideal. Por el contrario, la distopía los enfatiza para mostrar sus consecuencias y deja la crítica abierta para atenderlas en el presente. No promete ninguna salvación. No profetiza el bien común: se limita a describir el mal común. Advierte: anticipa los problemas, trae el aroma del infierno. Para divisar la próxima amenaza, este subgénero pone un pie en el presente histórico y el otro en la imaginación para crear un escenario donde pensar libremente cuestiones fundamentales (la identidad, los dioses, los totalitarismos, las libertades, la moral). 

 No obstante, reducir la distopía a realismo contemporáneo es ignorar sus variantes. El futuro de Los cuerpos del verano (2012) sólo es verosímil como especulación tecnológica. Bioy Casares, desde su concepción de la literatura fantástica, trata con un argumento parecido, limitado a un individuo, en “Los afanes”, que años después repite para urdir la trama de Dormir al sol (1973). Martín Castagnet delira un poco más y, al aplicar la idea de reencarnación en un orden social (también capitalista), habilita temas relacionados con la edad, el cuerpo, la memoria, los parentescos, la vida, la muerte. Otra vez, en este caso, se trabaja con la excepción devenida en norma del sistema. 

 Para seguir cavilando por fuera del realismo, consideremos la novela gráfica Old Man Logan (2008), de Mark Millar y Steve McNiven. Los superhéroes (los semidioses en este mundo) han muerto o se han pervertido. Los infames dominan por la fuerza en todo el territorio estadounidense. Pero lo más atrapante de esta historia alternativa (además de hermanarse con las especulaciones filosóficas de Hobbes y de Nietzsche) es que transmite la sensación de que todo puede pasar. En un género tan delimitado como el de los cómics de superhéroes, esa dinámica en la acción crea suspenso al desplegar lo imprevisible del relato. Una porción de esta incertidumbre narrativa es lo que experimentamos en la actualidad cambiante. 

 La fractura de la teleología hizo de la utópica recta un camino inverosímil para la humanidad. (Ortega, que desconfiaba de los entusiasmos del liberalismo y del socialismo, lo advirtió temprano en La rebelión de las masas.) El repertorio para concebir un orden con altas probabilidades de empeorar es largo y el archivo histórico sugiere que el mejor de los mundos posibles quedó relegado a un pasado que nunca fue. Desde entonces resulta fácil imaginar los terrores, porque los ideales modernos que atravesaron el siglo veinte encontraron escenarios distópicos. A diferencia de la senda profética, al desastre se puede llegar por múltiples vías. Pero divisar un escenario fijo también es un faro para evitar la vislumbrada catástrofe. 

 La visión del apocalipsis hace pensar y repensar. Mientras que las formas definitivas de la felicidad son muy variables como para contentar a toda la humanidad, las formas del terror son puntos de convergencia. Las distopías se parecen al entorno, aunque mantienen el horizonte del futuro. Establecen parámetros: elementos indeseables que podemos identificar en el mundo desde donde leemos la ficción. Volvemos a 1984 porque vemos objetivados en esta novela de Orwell reflejos de los mecanismos de la sociedad de control, aun cuando el contexto que la promovió se haya desintegrado, aun cuando el poder en el capitalismo haya trazado dispositivos de vigilancia más sutiles. 

 La distopía aniquila el espejismo de la esperanza. Nos entrena con referentes simbólicos: funciona como un simulador para el pensamiento, aunque, en retrospectiva, ninguna de las distopías clásicas preparó a las sociedades para vivir los gobiernos dictatoriales que reencontramos en relatos como La crítica de las armas (2003), de Pablo Feinmann. La distopía no se admite como recuerdo histórico, pero cabe el argumento que fantasea una repetición o una ucronía. La única certeza que entreveo mientras miro de nuevo mi biblioteca en este aislamiento es que si leemos un relato del género considerándolo como tal es porque todavía no hemos llegado a ese mundo literario.

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