Los hijos de Pierre Menard

Leandro Forti, Sobre el Margen
 Prins, de César Aira, contiene los planteos básicos de cualquier escritor que reflexiona sobre el oficio. ¿Cómo se puede pensar esta obra dentro de la poética de Aira, que tanto difiere con la de Ricardo Piglia? ¿En qué punto pueden llegar a tocarse dos escritores argentinos tan distintos, que eligieron posturas antagónicas? Este ensayo persigue desvíos para vislumbrar una respuesta. 


 Manual de procedimiento

 Prins contiene los planteos básicos de un escritor: cómo obtener el dinero indispensable para vivir (el trabajo, el salario), sobre qué escribir (los temas, la experiencia), para qué escribir (las ambiciones, las metas), desde dónde escribir (el antagonismo, la tradición), cuál es el género que se corresponde con las habilidades o disposiciones frente al mundo (el relato, el poema, el ensayo), cómo forjar un estilo basado en las propias limitaciones y cuándo es el momento propicio para dejar de escribir. Las respuestas son al modo Aira sobre un escritor de novelas góticas, que abandona el oficio literario.

 El relato del protagonista es la confesión de un opiómano: un escritor memorioso narra sus condiciones de producción, sus conflictos existenciales, sus ilusiones juveniles, sus relaciones por conveniencia. Avanzada la trama, sabemos que, incapaz de componer novelas convencionales, ha aplicado la técnica que Pierre Menard rechazó en favor de la ardua práctica de la escritura secreta: la reproducción por medio de la copia. El autor gótico empleó amanuenses para reproducir las obras clásicas de un género popular que fue moda en un tiempo pretérito. De esa manera, usufructúa, junto con la editorial, los intereses de las novelas que fueron escritas por primera vez hace doscientos años... 

 La creación de personajes, acciones y argumentos requieren talento, oficio y paciencia. Tiempo. El protagonista de Prins, carente de aquellas virtudes, encuentra la alternativa convirtiéndose en un escritor vanguardista, “de los que pueden poner todas las torpezas y contrasentidos bajo el manto generoso de la originalidad o la transgresión”. El procedimiento es la aplicación anacrónica del método de escritura, que se ubica en el tiempo previo a la publicación de novelas góticas, antes de que se haya legitimado la noción moderna de autor. Aira le agrega la imagen social del escritor como soporte biográfico de las obras. (Reproducirlas es un modo de no hacerlas.) El autor reactiva el estatus del género. Esta paradoja lo convierte en un escritor millonario… Un hombre que vive en una mansión oscura, como si el edificio que habita fuera una embajada del tiempo. 

 Este no es un procedimiento de lectura estratégica, sino la actualización directa de una forma convencional. Foucault: lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno. O en palabras de una histórica conductora de televisión: el público se renueva. En definitiva, el plagio es un método para rescatar una tradición. Pero ese movimiento de ruptura ubica al autor en una encrucijada, le impone una meta estricta que supera su voluntad de escribir. “Tendría que esperar otros doscientos años para volver a ordeñar a esa vaca lechera. El catálogo se había agotado. Mis ganas, con una puntualidad digna de mejor causa, también”, comenta el escritor del memorial, cuando ya sabemos que nunca escribió. 

 Agotado el podio gótico, no queda material publicable. El autor ha trastocado también la actividad convencional del oficio: cada vez, con mayor práctica, y con suerte, escribís mejor, que es lo que, en general, se persigue, o sea, superar las composiciones que vas dejando en el tiempo como una estela retórica, aunque nada ni nadie es tan lineal. En este caso, lo hizo tan bien que ya no puede hacerlo mejor. El final se anticipó a la muerte. La dedicación a esa tarea intelectual que desprecia es lo que había resuelto su ocupación del tiempo, que para él es una amenaza de impaciencias inútiles. Tomó prestadas identidades y está vacío de nuevo. Igual que la criatura de Víctor Frankenstein, no tiene nombre. 

Táctica de evasión 

 Thomas de Quincey: “Si el opio se convirtió para mí en un objeto de uso diario no fue con la intención de gozar de un placer, sino, por el contrario, de mitigar el dolor en su grado más intenso”. Dolor físico que en Prins se vuelve dolor existencial (o peor, vacío vital). El autor, en la búsqueda de un sucedáneo para la literatura que ejerció hasta entonces, encuentra el opio. Tal vez, fumando, experimente la felicidad que no le dio la escritura, puesto que escribir supone siempre una tensión permanente e incierta con el futuro, mientras que él, desde el principio, busca la tranquilidad, la paz del ocio delirante. 

 El autor reproduce literatura de evasión, practicada como un gesto contracultural de revancha, pero él tendrá que evadirse de la literatura. Esta maniobra ocurre porque el ejercicio de su idea vanguardista causó otro efecto. Un procedimiento efectivo no agota (no debe agotar) el oficio de escritor. En este caso, la reiteración de la técnica creativa, sin otra habilidad, condena la obra a su pasado. Ni siquiera la pueden salvar los lectores del presente, que serán quienes fijen los límites de su poética. Luego, la idea se quiebra por las demandas editoriales. El autor sobreexige el método. La repetición cristaliza y reproduce las convenciones de la literatura popular. La obra se reduce a mercancía y recupera su condición de forma estática, de argumento invariable, de acción previsible.

 El acto inicial sí genera un acontecimiento rupturista. La primera novela que el autor publica es El castillo de Otranto; se escribe fuera de tradición, en otro paradigma cultural, con otras reglas de producción discursiva. (Un detalle es que el nombre de Horace Walpole, en 1765, figura en la portada de la obra sólo como traductor y editor.) Los elementos del gótico, invocados en la Argentina del siglo XX, se leen como una alegoría política de la sociedad: “Los castillos fortificados con su profundo foso representaban a las oligarquías explotadoras aliadas al capitalismo colonialista, el cruel señor feudal al dictador de turno, el espectro en el torreón al mártir obrero, y así todo lo demás”. 

 Con la serie de novelas que se publica después, el pacto de lectura se vuelve asimétrico. El público del gótico las devuelve al origen, donde fueron escritas, a fines del siglo XVIII. La repetición formal aniquila las posibilidades de lectura abierta. El asedio de la escritura estereotipada se impone contra las posibilidades interpretativas, como si el texto condenara la libertad de los lectores, que, formando parte de la maquinaria, a su vez, mantienen cautivo al escritor. Margen ausente para lecturas desviadas. Renunciar a la escritura es el escape: la libertad reside en el rechazo de los imperativos. La felicidad se encuentra acaso en la variante de la experiencia opiómana; leemos la nueva escritura del autor en esta otra forma digresiva. 

 En este sentido, otra cuestión aparece diseminada en Prins. ¿Cuál es el procedimiento fundamental para la renovación de los textos literarios? En Aira, encontramos al lector que abandona la lectura de novelas convencionales, puesto que esa práctica le provoca la nostalgia por obras que no vale la pena repetir con esfuerzo. También asistimos a la figura del lector que siente el tiempo perdido cada vez que se descubre frente a los esquemas de la novela contemporánea. Por lo tanto, se inicia la paradoja del autor que no escribe lo que lee porque está buscando algo que no encuentra: tiene que escribirlo para poder leerlo. La lectura negada de lo convencional como excusa hacia la nueva ocupación del tiempo.

 Rebeldía del comentario 

 Aira quizás percibe en la figura de Menard a Raymond Roussel, que ocupa sus días de existencia con la escritura y prescinde de la lectura como devoradora ociosa del tiempo. Pues bien, el de Pierre Menard es un procedimiento que fracasa, pero que igual produce efectos; entre éstos, la técnica lúdica de leer con desvíos, cuyos ejemplos se advierten en el comentarista, quien empieza a interpretar el Quijote de Cervantes con las reminiscencias ideológicas de su amigo. Menard se propone materializar una idea y le sale otra, que es lo que finalmente analiza el crítico. El poeta le dedica toda la vida a un proyecto invisible y trunco, desperdigado en cuadernos de cenizas, mientras que el lector-comentador redacta la idea transgresora en una reseña de pocas páginas, publicada en memoria del otro. La gran obra de Menard no existe. Poco importa. La idea perdura con sus efectos colaterales. 

 En las reflexiones de Aira, lo singular es el artista, no la obra. De ahí que importan los modos de hacer (más que los resultados). Un lector no puede ser artista: debe producir, generar, componer. La lectura, para Aira, se limita al esfuerzo de reconstrucción de la escritura como trabajo. Habría que pensar en alguien que trabaje exclusivamente con la lectura. Tal vez, los correctores. No obstante, hay casos en que el tiempo de reconstrucción se asemeja al tiempo de escritura: los lectores-copistas, que escriben fielmente su lectura. Otra variante más curiosa: la taquígrafa. Pensemos en Ana Grigórievna, lectora previa de Dostoievski, que anota, en su cuaderno, las primeras escenas de El jugador, mientras su futuro marido va desarrollando esta obra en el aire. Luego, ella, en su casa, vuelve a leer los símbolos y los traduce, con prolija caligrafía, a legibles caracteres rusos. A partir de esa colaboración, que salva a Fiodor Mijailovich de perder todos los derechos sobre sus obras, él descubre un nuevo método de trabajo. 

 En El último lector, siguiendo esta serie de las lectoras-copistas, Ricardo Piglia retoma también la idea de la copia como apropiación del texto original. Se detiene en Sofía Behrs, que transcribe a mano siete veces Guerra y paz. Con ese nivel de repetición, difícil no sospechar que la novela ya te pertenece. Además, Piglia rescata de ella la escritura de su diario, donde, harta del trabajo insufrible, se rebela contra Tolstoi. La actitud lectora que, rompiendo su pasividad, pasa al comentario. La otra voz en Pierre Menard. En efecto, Piglia se pregunta si aquel personaje excéntrico puede incluirse en esta serie: el lector que escribe literalmente lo que recuerda que ha leído. En Prins se concreta esa idea, pero el personaje se cuida de ser un lector-copista y es un autor con su equipo de transcriptores. ¿No es posible ver en los amanuenses góticos a lectores rebeldes, que provocan efectos en la realidad, saboteándola, llevando los elementos de la ficción a lo cotidiano? Traductores conspirativos que pasan a la acción macedoniana.  

 En Piglia, la vanguardia se avizora a través de los modos de lectura. Así se entiende su frase polemizadora: lo fundamental para un escritor es tener críticos y lectores vanguardistas. Antepone la táctica lectora ante el infinito de los textos que rodean: “En ese universo saturado de libros, donde todo está escrito, solo se puede releer, leer de otro modo”. Queda trabajar en silencio y publicar ocasionalmente. Dos maneras de ser escritor dentro de una misma tradición con ramificaciones. Uno juega con la lectura sobre todo lo que ya se ha escrito; el otro juega con la escritura sobre todo lo que ya se ha escrito. Pero es sólo una cuestión de enfoque y de énfasis porque cada acto está precedido por el otro. El lector que escribe su lectura y el escritor que lee en su obra algo distinto (la escribe para por fin leerla). 

 Los resúmenes son generosos. Aira se queda con el reverso de Pierre Menard: un poeta simbolista que dedica su vida a practicar el procedimiento de escritura para una obra que al fin no se publicará. Piglia se enfoca en el anverso de aquel ensayo: un crítico amigo que descubre en aquella obra invisible un procedimiento de lectura. El acto fallido como generador de ideas. Ninguno adopta la parodia como clave interpretativa. Este comentario no significa que Aira sea un lector menor. Para advertir su astucia, basta con detenerse en cómo articula su pasaje adolescente del cómic de Superman a la literatura canónica. Diré lo mismo, en espejo, para Piglia, cuya voluntad de escritor nos dejó una de las escenas más conmovedoras del oficio. Alguien que, paralizado por una enfermedad irreversible, poco antes de morir, sigue escribiendo con la mirada Los casos del comisario Croce.

     Referencias 

  • Abraham, Carlos. Estudios sobre literatura fantástica. Buenos Aires: Quadratta, 2006. 
  • Aira, César. Continuación de ideas diversas. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Diego Portales, 2014. 
  • Aira, César. Sobre el arte contemporáneo seguido de En La Habana. Buenos Aires: Literatura Random House, 2016. 
  • Dostoiévskaia, Ana Grigórievna. Dostoievski, mi marido. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1978. 
  • Piglia, Ricardo. Formas breves. Buenos Aires: Anagrama, 2000. 
  • Piglia, Ricardo. El último lector. Buenos Aires: Debolsillo, 2005. 
  • Piñeiro, Aurora. El gótico y su legado en el terror: una introducción a la estética de la oscuridad. México: UNAM, 2017.

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