Lecciones de una masacre

Rodolfo Walsh, Operación Masacre,Periodismo Literario

 La influencia de Operación Masacre convirtió a este libro en un clásico de la literatura política argentina. Su autor (desaparecido) también lo es. Este ensayo propone una serie de lecturas a partir del Rodolfo Walsh que se inscribe en esta obra de no ficción como un personaje narrativo. La voluntad de escribir. La tradición actualizada en los márgenes. La fascinación por la verdad. La forma poética en la encrucijada.



 Prefacio 

 Dudo que todavía se le pueda agregar algún comentario novedoso a Operación Masacre. De todos modos, un libro clásico tendría que permitirles a sus lectores redescubrir las inquietudes de una escritura vigente. Excusa útil para decir de nuevo, tal como su autor lo hizo. Los prólogos y epílogos de las diferentes ediciones (como si fueran notas al pie desmesuradas) trazan elípticamente el destino de un hombre que irá cambiando con la publicación de una obra. Nadie que se detenga en sus páginas complementarias puede dejar de advertirlo. En los textos del Apéndice, editorial De la Flor incluyó la última carta de 1977. Esa es la conclusión para un libro derrotado: un libro triunfal en el fracaso del objetivo que lo materializó y en las perversidades que alertó a tiempo. 

 El anticipo lúcido como virtud. Este es el diagnóstico que Osvaldo Bayer desataca en su prólogo, que al final tiene una afirmación más atractiva que sus polémicas anteriores. Rodolfo Walsh sólo existe como un personaje de la literatura argentina y esa condición ficticia lo salva de la muerte. Se trata del gran detective de la novela policial para pobres (en respuesta al crítico Ángel Rama). La propuesta categórica quizás se acepte mejor si consideramos que Walsh permanece más reconocible para el público que sus personajes literarios, por lo menos más que su alter ego Daniel Hernández. Otro dato curioso son las apropiaciones que distintos sectores hicieron de su perfil. 

 El protagonista de Operación Masacre es jefe de redacción en “La Garganta Poderosa”; es el tótem del periodismo de investigación para estudiantes que anhelan trabajar a sueldo en las empresas; es un ejemplo autóctono para escritores literarios con un horizonte de compromiso político; es la alternativa para intelectuales que pretenden un maestro menos controvertido que Borges pero que admiran a Borges; es el autor infaltable en la bibliografía de las instituciones académicas; es el escritor que dialoga con Tomás Eloy Martínez por la búsqueda de un cuerpo santo; es el militante montonero que Elsa Drucaroff duplica en su novela histórica; es el denunciador converso por excelencia que el peronismo le recuerda a la mutante oligarquía. La lista sigue. 

 En su estudio de referencia, Ana María Amar Sánchez se inclinó por concebir al Walsh de este relato de no ficción como la síntesis “del periodista real y del código policial”. Este sujeto textual no remite al yo biográfico, que resulta más complejo. (La disidencia es con Aníbal Ford, que equipara al narrador con el autor concreto en su quiebre con la literatura.) Aquí la materia es otra: se trata del sujeto que, en la escritura, se constituye dentro de la trama de la historia. Al narrase, el escritor (sobre todo en el prólogo definitivo) ingresa a la categoría de personaje, que actúa como narrador protagonista del relato policial y que además incorpora elementos de la literatura política argentina. Estas son lecturas sobre ese Rodolfo Walsh inscripto en esta obra. 

 1. Irrupción de la barbarie 

 Walsh se preocupa por establecer cómo y cuándo aparece la violencia como un acontecimiento disruptivo en su mundo cotidiano. El prólogo definitivo lo sitúa rápidamente en un café, un tranquilo ámbito donde el intelecto de los jugadores se delita con ensimismadas partidas ajedrecísticas. De repente, a medianoche, el estrépito del tiroteo los mueve “en tropel” hacia afuera, aunque ellos todavía ignoran qué ocurre. El escritor inicia su camino hacia la plaza, hacia la parada de ómnibus, hasta la calle 54. En ese relato, habrá una cercanía progresiva. 

 Su casa, ubicada frente al Departamento de Policía, será peor que la estación y el café, porque de oír ruidos (sin ver a nadie) él pasará a escuchar la voz de alguien que muere frente a su ventana. El conscripto de 21 años Bernardino Rodriguez, que, con un insulto, les pide a los de su bando que no lo abandonen. En presencia de Walsh, el edificio fue ocupado por soldados que disparan contra los rebeldes. Casa tomada: están en la azotea, en la cocina, en los dormitorios y en el baño. Después, el escritor decide no recordar más detalles de ese 10 de junio de 1956. Pero el Provisorio epílogo de 1957 tiene un episodio más potente, que se volverá elíptico en 1964. 

 Allí Walsh recuerda que, en plena madrugada, camino a su casa, tuvo que atravesar la zona de combate callejero, en la intersección diagonal de 54 y 4. En esa esquina, ve un auto que es una barricada. A 150 metros de su destino, escucha dos tiradores ocultos que, al unísono, le gritan “Altooo”. Lo detiene el jefe del grupo rebelde (bajo, gordo, de bigote, con chaqueta de cuero y ametralladora). Frente al tiroteo intenso, el sargento Ferrari no le exige documentos ni una toma de posición ante el hecho que protagonizan en el espacio público. En otras palabras, no interpela su identidad política. Encogiéndose de hombros, sólo le dice al recienvenido que pase si se anima. 

 De esa manera, Ferrari habilita la consecuencia de una acción que no puede prever. Dos horas más tarde, según cuenta Walsh, su casa “se convertía en abrigo de cuarenta soldados leales que, superado el susto, tiraban contra él”. Los integrantes del segundo batallón de Comunicaciones de City Bell nunca recordarán la cara del hombre que les abrió una puerta en esa calle, donde el fuego agresivo de los rebeldes los tenía acorralados y que, en la vereda de enfrente, ya había matado a varios infantes de Marina. Durante esa noche en que fusilarán a los inocentes, Walsh contribuye indirectamente a sofocar a un grupo de la insurrección peronista liderada por Tanco y Valle. 

 Este episodio, desplazado del recuerdo, va acompañado de un juego retórico, en el que se yuxtaponen instantes decisivos. Fernández Suárez (ausente en ese combate) ordena matar por la espalda a los detenidos ilegalmente; mientras tanto, Longoni, dentro del edificio del Comando, lucha por la idea contraria, pero ignora que meses después perderá su carrera por ayudar a los sobrevivientes de aquella masacre. Todos se ignoran entre sí, ignoran su destino y las acciones de los otros… Walsh tampoco podía saber que esa noche comenzaba la trama de su desaparición, porque asumiría un riguroso compromiso hasta el final. Por lo tanto, su carta abierta de escritor en 1977 funciona como epílogo definitivo a esta obra clásica de la literatura política argentina. 

 Por otro lado, la muerte de Rodriguez actúa como una epifanía que le enseña a Walsh lo que es una revolución: “su faz sórdida que nada puede compensar”. Esa muerte motiva otro relato para la primera edición del libro. Al final, aparece explícitamente el odio de ese narrador a las revoluciones que fueron y serán, porque cuenta cómo, en esa noche de junio, ve que a los jóvenes soldados los devora la obligación de la muerte del otro, mientras sienten incertidumbre y miedo. Este episodio se relaciona con los efectos buscados por la escritura en el libro: “Si hay algo justamente que he procurado suscitar en estas páginas es el horror a las revoluciones, cuyas primeras víctimas son siempre personas inocentes”. Acaso vislumbra un punto en común. 

Operación Masacre, Fusilamientos, Rodolfo Walsh
"Los fusilamientos" (1814), óleo sobre lienzo, por Francisco de Goya y Lucientes.

 2. La demanda al sistema 

 Walsh pretende ubicarse en un punto intermedio, en una zona de verdad compartida. Quizás sospecha que esa verdad moral precede a lo político. Este primer narrador propone una superación de los extremos ideológicos: busca superar las tensiones políticas por fuera de la ficción. Escribe un nosotros desplegado. De ese modo, convoca a suprimir la barbarie: apela a colaboraciones ciudadanas contra fuerzas que, al actuar, ignoran las posturas políticas de los individuos. Además, él se esfuerza por distinguir cooperaciones que superan los esquemas de las facciones enfrentadas. En el texto, Walsh destaca a policías o abogados que buscan auxiliar a las víctimas del horror o a una publicación nacionalista que se anima a difundir las denuncias de un intelectual con otras ideas. 

 En ese prólogo de 1957, el lector también es interpelado desde esta línea de pensamiento. Quien decida difundir los hechos será un aliado. Poco importa su “idea política”. El acontecimiento barbárico que irrumpió en la vida de Walsh le dejó otro aprendizaje. Ahora cree que la división partidaria es la divisoria más superficial entre las personas. Piensa que lo fundamental es la diferencia de carácter: el “coraje civil” es el valor más alto en la jerarquía. Frente a los hechos, importa más lo que se hace que lo que se piensa. Por ese motivo, Operación Masacre promueve la acción, quiere actuar y subsanar con la justicia ese fallo en el funcionamiento del sistema. 

 Este primer narrador (trasplantado del relato policial clásico) todavía cree en el sistema. Inicia una búsqueda de la paz, un cumplimiento de las garantías democráticas, una reparación de la justicia. La denuncia de Walsh señala el quiebre de la norma, su incumplimiento y su negación. Años después, en cambio, pensará que esa es la norma dentro del sistema. Pero hasta entonces el problema al que se enfrenta su libro es la corrección de las funciones invertidas: los grandes periódicos que silencian, la policía que tortura, el juez que omite y señala al ocasional ciudadano que reacciona. En efecto, la denuncia contra Fernández Suárez se debe a su función desviada dentro del Estado, a lo que representa; la crítica no se limita al individuo, sino al rol en la estructura institucional. 

 Este enfoque es explícito en la introducción del libro en 1957, donde Walsh aclara que su intención no fue atacar al jefe de la Policía, “salvo en la medida que constituye una de las dos caras de la Civilización y Barbarie estudiadas hace un siglo por un gran argentino; y justamente aquella que debe desaparecer, que todos debemos luchar porque desaparezca”. En este pasaje, el narrador actualiza la dicotomía fundacional de la literatura argentina. Ahí también el sujeto textual se inscribe en una tradición, que, por cierto, no es la misma que la del nuevo periodismo norteamericano. El ensayo (un híbrido) expone las pruebas para convencer sobre sus juicios. 

 Esta obra tiene la característica de incluir los cambios de perspectiva que va teniendo el narrador en el tiempo. Su biografía es la de un escritor que apoyó la victoria del golpe de Estado de 1955 (omitiendo la acción del bombardeo aéreo contra civiles) porque ese triunfo significaba una arremetida legítima contra el peronismo, concebido como una forma de la barbarie. De hecho, se lo emparentó con el gobierno de Rosas y esa lectura histórica se actualizó en expresiones como “la segunda tiranía”. En ambos casos, el reproche era que para los disidentes no se garantizaban los derechos liberales, entre ellos la libertad de expresión. En este sentido, ese Walsh piensa que un libro crítico como el suyo no se podría haber publicado durante el gobierno peronista. 

 En esa misma introducción se describen las torturas y las muertes en comisarías, “bajo el régimen de una revolución libertadora que muchos argentinos recibieron esperanzados porque creyeron que iba a terminar con los abusos de la represión policíaca”. Walsh se esfuerza por alejarse del conflicto ideológico. Repite que Operación Masacre no tiene un objetivo partidario ni pretende despertar odios. El ya sabe que si la “ola revanchista” continúa se convertirá en algo indetenible. Pero como narrador tiene que ubicarse en alguna parte para decir (de una forma inaugural): “Si se me pregunta por qué hablo ahora, habiendo callado como periodista cuando otros no lo hicieron (…) diré con toda honradez: he aprendido la lección. Pero ahora son mis maestros los que callan”. 

Muestra "Rodolfo Walsh. Los oficios de la palabra", en la Biblioteca Nacional. Foto: Romina Santarelli.

 3. Encuentro con el otro  

 El primer encuentro es con Juan Carlos Livraga. Un otro cualquiera. No es peronista. No es sindicalista. No es militante partidario. Es una víctima kafkiana. Es el único que se anima a denunciar y a pedir justicia, porque intentaron matarlo por la espalda como a un perro en un basural. Ningún antecedente lo compromete. Sólo era amigo de Vicente Rodríguez, que lo invita a la casa donde se juega su destino. Con estos rasgos, Livraga podría ser el héroe: su cuerpo vivo y su denuncia son los primeros hechos fundamentales de la investigación. Al principio, ese es el protagonista, debido a su travesía (o “dolorosa odisea”) que se describe en el reportaje “Yo también fui un fusilado”. Sin embargo, es Walsh quien se convertirá en el héroe (núcleo de la novela) cuando inicia su indagación y la narra argumentativamente para conseguir justicia (objeto final). 

 Además, el cuerpo inocente de Livraga (como punto de partida) habilita que Walsh juegue con una identidad transitoria. Ese pasaje se recuerda recién en el prólogo de 1964. Ahí termina de trazar el perfil del personaje investigador. Ese prefacio (el más literario) no es un mero repaso de las etapas investigativas: es el relato del ingreso del héroe en la trama. Francisco Freyre es su identidad de tránsito. La aventura del expediente hace que Walsh sea otro, pero ahora fuera de la ficción; ser otro en la realidad cotidiana. Yo soy Francisco Freyre cuando escribo sobre los cuerpos fusilados. Pero después, también “soy el primo de Livraga y por eso puedo entrar en el despacho del juez”, “me parece que el juez se conmueve y a mí vuelve a conmoverme la desgracia de mi primo”. 

 A partir de su investigación paralela, Walsh descubre a los otros con otra perspectiva, que desplegará en la primera parte de la obra. Allí aparecen los peronistas, retratados como personas con una vida social que los contiene (sus lazos afectivos, sus barrios, sus casas, sus trabajos, sus pensamientos). El narrador se abre a la empatía necesaria, incluso como estrategia persuasiva del relato. Ricardo Piglia ya comentó que, en este sentido, es como si el Walsh antiperonista buscara querer a esos militantes, “metidos en una cultura que no era la de él, y tratara de hacerlos queribles en un espacio político en el que eran considerados idiotas”. La calificación de Piglia es generosa. 

 En la segunda parte de Operación Masacre, aparece una mujer pasajera que, desde un automóvil reluciente, frente al escenario del fusilamiento dice: “Tendrían que matarlos a todos”. Ella mantiene la distancia con el otro, que es una amenaza. En la introducción de 1957, con su distintiva ironía, el Walsh narrador menciona su acercamiento: “En los últimos meses he debido ponerme por primera vez en contacto con esos temibles seres (…) que inquietan los titulares de los diarios. Y he llegado a la conclusión (tan trivial que me asombra no verla compartida) de que, por muy equivocados que estén, son seres humanos y débeles tratárselos como tales”. El peronismo para Walsh aún era considerado como “un enemigo personal” al que, antes de vencerlo, había que comprenderlo. Esa comprensión deviene de escuchar la voz del otro, procesarla y acceder a sus sentidos. 

 Por otro lado, el acercamiento a Livraga le sirve para establecer una invocación directa. “Hay un fusilado que vive” es un argumento que une el relato policial y el relato fantástico. Esta es la frase exacta que Walsh hubiera deseado escuchar en boca de su amigo Enrique Dillon. En ese café de La Plata, sólo él podría inferir tanto sus implicancias como para sentirse atraído. Aquella afirmación retórica es la coartada para salir del estandarizado texto policial hacia su escritura vanguardista. Después, en el prólogo definitivo, reconstruye su ingreso literario de manera autobiográfica a esta nueva etapa, que combina lo fantástico y lo policial, junto con el repertorio de personajes que involucra la historia, cuya aparición intempestiva cambió la vida del joven investigador. 

 4. La verdad de la no ficción 

 En Walsh el misterio es la barbarie, o el enigma se construye sobre la barbarie oculta. Con Operación Masacre, la verdad del acontecimiento se disputa en el orden del discurso para conseguir un efecto simbólico y material. El valor supremo de esa verdad, defendida por el héroe, es la justicia. Por lo tanto, se trata de hacer cumplir las leyes escritas que mantienen coercitivamente el comportamiento civilizado en la sociedad. Luego, para el escritor, aparece el problema de la forma: ¿cómo confrontar la verdad producida por la ficción del Estado y, a la vez, subsanar la ficción del archivo que la reproduce? Informar para la Justicia es la primera respuesta de Walsh. 

 Para componer el texto denunciante, la información periodística como verdad se consigue contrastando documentos múltiples: voces entrevistadas, escrituras judiciales, registros rutinarios, telegramas, notas de archivo. La preferencia por fuentes alternativas deja su máxima expresión en el Obligado apéndice de 1957: “Como de costumbre, los chicos del barrio fueron mis mejores informantes”. Por otro lado, resulta necesario conjurar los hechos del pasado traumático para reponer la experiencia límite. En este punto, la narración con recursos literarios es la que permite experimentar el acontecimiento de esa noche clandestina (las dos primeras partes de la obra). 

 Sobre esa base híbrida Walsh trabaja el relato de no ficción. Según Amar Sánchez, este género surge en el cruce de dos imposibilidades: “la de mostrarse como una ficción, puesto que los hechos ocurrieron y el lector lo sabe y, por otra parte, la imposibilidad de mostrarse como un espejo fiel de esos hechos”. La escritura, entonces, se despliega por un “espacio intersticial”. De ese modo, el autor traza una distancia poética contra el fingido realismo que propone la objetividad periodística y contra las invenciones de la ficción. El narrador-detective compone un relato, cuya manipulación documental deja entrever, porque asume una ética con la voluntad de escribir

 Walsh usa el esquema del género policial, un formato de tradición popular, de la cultura masiva; son narraciones de la literatura menor que proponen la evasión cotidiana. Pero en su novedosa propuesta de escritura híbrida todo se invierte. En Operación Masacre, el género de evasión busca evadir al lector de la aparente trivialidad que le da la existencia urbana para desplazarlo hacia la barbarie que los grandes diarios y el Estado evitan narrar. Esta intervención política del escritor se sostiene por una lógica argumentativa: probar que la detención de los fusilados fue previa a la vigencia de la ley marcial y persuadir al juez lector de que ese aspecto importa decisivamente. 

 George Vignaux piensa al discurso argumentativo como una función teatral a través de la cual el enunciador le ofrece a su interlocutor una representación que se compuso mediante operaciones estratégicas. Un espectáculo retórico. Esta teatralidad enmascara y privilegia: “Su propósito no es por lo tanto el de constituir la representación fiel de una realidad sino asegurar por el contrario la permanencia de una cierta representación”. Ahora bien, como observa Amar Sánchez, en el género de no ficción, el texto resultante es “una versión que enfrenta otras versiones de los mismos hechos, sólo que trabaja sin omitir testimonios, grabaciones y discursos que las otras silencian”. 

 Walsh consigue una refutación contundente para sostener la verdad de su relato. En la tercera parte de Operación Masacre, el héroe, que ya puso en escena a los personajes de la trama, aparece con una acción determinante. El narrador se ubica en primer plano (incluso en primera persona) para desplegar el ejercicio de la lectura detectivesca, entre los fárragos de la escritura judicial y el registro de las declaraciones policiales. La denuncia de Livraga no había llegado al nombre del jefe de Policía. En cambio, el héroe señala a Fernández Suárez como responsable inmediato. La verdad está en el discurso del otro. Y no surge de una entrevista ni de una conferencia de prensa. Aguarda en una escritura marginal, en una versión taquigráfica de las declaraciones. El otro dato clave (la hora como prueba) se encuentra en la escritura mínima del libro de locutores de Radio del Estado. 

Rodolfo Walsh, leyendo anotaciones. Foto: Marco Rodriguez Garrido.

 5. Decepciones de lo real 

 Walsh creyó que el periodismo permitía una forma de construcción social de la verdad más potente que la ficción, aunque tampoco prescindió de la literatura para hacer de su escritura una expresión perdurable. Además, supo temprano otras cuestiones. El periodismo no es la búsqueda de la verdad, sino que puede ser la búsqueda para la construcción de una verdad y también la negación de esa verdad reconstruida. Esas dos caras esenciales del periodismo lo desplazan de su histórico rol moral, de su pregonada ética incorruptible, de su protección democrática de cuarto poder. En los paratextos de este libro, y en la última carta abierta, se pueden leer las variantes de esa tensión. 

 Esta es una de sus primeras decepciones. Encontrarse con el rubí del trabajo periodístico y constatar que, en la práctica, las reglas no funcionan como el campo prescribe. El hombre muerde al perro, pero poco importa si ese hombre es el Amo: “nadie me la quiere publicar”. La obviedad es que esa historia única no se encontrará en las hemerotecas de las catedrales periodísticas. El rechazo del circuito legitimado del sistema lo empuja a Walsh para que constituya una nueva legitimidad desde los suburbios. Quedará la forma de la investigación como libro. Quizás si la denuncia hubiera conseguido justicia, no habría existido este libro. 

 Después, la decepción final es la que reaparece en los epílogos. Su verdad reconstruida no logra imponerse ni consigue el efecto que se propuso al inicio. Todo está esclarecido en la historia policial y nada queda por averiguar para el lector. El detective clásico resuelve el caso, el misterio se devela, la verdad se expone, pero la justicia no castiga a los responsables. Resulta un policial negro. Entonces, cambia el ideal del héroe que significa lo real. En 1964, Walsh reconoce dos victorias básicas: hechos esclarecidos y miedo superado. El resto, un fracaso. Así que narrará para construir una verdad en la memoria, con actualizaciones que resignifican los hechos históricos. 

 Hacia 1969, en Retrato de la oligarquía dominante, aparece la síntesis de aquella decepción: “Dentro del sistema, no hay justicia”. El texto principal también incorpora, desde los márgenes, el enfoque de clase. A diferencia de la época anterior, Walsh percibe a la sociedad como “fatalmente escindida”. La barbarie es guiada por intereses políticos y económicos; tiene descendientes, herederos, persistencias. El nombre de Aramburu como representante de una minoría brutal adquiere más relevancia que el de Fernández Suárez. La verdad de Operación Masacre se modifica en el tiempo, pero Walsh, como sujeto textual, conserva las características de su forma poética. 

 El apartado 39 comenta, a manera de epílogo, la muerte de Aramburu, juzgado por Montoneros. Walsh no explicita un rechazo a esa “justicia” que se ejerce fuera del sistema (transgredido de nuevo por otra dictadura). Sin embargo, aprovecha para mostrar cómo vuelve a ponerse en funcionamiento la ficción del Estado de 1956 al omitir los hechos que se invocan. ¿Sirvió para algo esta otra venganza? “El dramatismo de esa muerte aceleró un proceso que suele llevar años: la creación de un prócer”, parece responder Walsh, que resume cómo ciertos sectores de la sociedad argentina “escamotean el verdadero perfil de Aramburu”. Vuelve a actuar el relato de no ficción. 

 Aniquiladas las ilusiones, el ideal que persigue el héroe es la fascinación por la verdad testimonial contra la barbarie oculta. La trama se resuelve con la carta póstuma en 1977. Termina con la muerte de Walsh desafiando la ficción del Estado en manos de la Junta Militar: “lo que ustedes llaman aciertos son errores, lo que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”. En ese texto, vuelve a enfatizar que la política económica explica el asesinato y que la atrocidad más grande es la “miseria planificada”. Ahora ni siquiera tiene la esperanza de ser escuchado y sabe que es un perseguido. La barbarie, que actúa por fuera de lo simbólico, lo devora. 

 6. Voluntad de escribir 

 La carta abierta a la Junta Militar resuelve otra tensión que recorre las últimas ediciones de esta obra, sobre todo el epílogo de 1964, donde Walsh se pregunta si todavía vale la pena su insistencia, si la sociedad necesita realmente informarse de algunas verdades, si volvería a escribir esta historia. Dentro de la tradición político literaria que adoptó, sigue (re)escribiendo. Escribe clandestinamente un riguroso artículo de fondo y decide publicarlo sin exiliarse. (Este texto también faltará en el archivo de los periódicos locales.) La carta póstuma sigue funcionando con la clave interpretativa del policial negro, donde el crimen tiene un contexto económico. 

 Amar Sánchez anota que Operación Masacre introduce en el sistema del género policial una inversión: “el Estado es quien comete el delito o es cómplice de él”. Por lo tanto, se establecen nuevas relaciones entre los elementos del esquema delincuente-víctima: “los delincuentes son los representantes de la ley y las víctimas son tratadas como culpables y sospechosas”. El cuerpo de Livraga fue el primero en acercarle a Walsh la profundidad de la trama que encubría los procedimientos salvajes de las fuerzas represivas del Estado (vejaciones, torturas, fusilamientos). Ese nuevo mundo exterior que amenaza al héroe luego se intensificará al extremo en 1976. El castigo arbitrario se impone con una lógica que trasciende la ley porque la deshace. 

 El sistema de la Junta Militar le agregará a la barbarie, entre otros procedimientos, la ausencia permanente del cuerpo víctima. Así termina el protagonista de este relato: desaparecido. Es el punto donde convergen todos los Walsh, que exceden la versión del sujeto textual desplegado en estos fragmentos. Como reconstruye Horacio Verbitsky, el otro Rodolfo Walsh se replegó para vivir retirado y dedicarse al proyecto pendiente de su novela de ficción, pero alguien durante un secuestro delató la cita que él tendría el 25 de marzo. Ese perfil trunco es el que retomó Carlos Gamerro, basándose en los papeles personales. En la voluntad de escribir subsistía otra tensión. 

 Un rasgo que caracteriza la escritura de Walsh son las diferentes condiciones de producción de sus textos. El comienzo de Operación Masacre no se escribe al amparo de una redacción periodística, sino bajo la iniciativa de dos personas (sin credenciales de prensa ni presupuesto) que serán el yo narrativo. Luego, los artículos y el reportaje por entregas no se publican en los “grandes diarios”, sino en medios periféricos. Finalmente, la investigación se edita como libro en una editorial menor e incorpora textos complementarios. Durante ese proceso, Walsh no teoriza sobre el género (como lo hará Tom Wolf), pero se esfuerza por legitimarlo y por inscribirlo en un linaje. Igual que José Hernández, denuncia la barbarie del opuesto que esgrime los valores civilizados. 

 En este sentido, la voluntad de escribir en Walsh, desde 1957, tiene la virtud poética de superar ese linaje de las dicotomías (aplicadas con frecuencia a los sectores sociales) para convocar en algún instante (o en alguna posición) a los contrarios ante la amenaza de una barbarie total. Una forma de lo bárbaro que supera las divisiones de clase porque sus efectos pueden atravesar todos los cuerpos. El reverso de esa escritura es la creencia en los alcances de una verdad que no llega a escucharse en su presente histórico. Esa quizás es otra lección que le dejó la masacre. Walsh escribe una forma del periodismo para lectores que vendrán. 

     Referencias 

  • Amar Sánchez, Ana María. El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y escritura. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 1992. 
  • Drucaroff, Elsa. El último caso de Rodolfo Walsh: una novela. Buenos Aires: Norma, 2010. 
  • Foucault, Michel. El orden del discurso. Buenos Aires: Fábula-Tusquets, 2002. 
  • Gamero, Carlos. “Rodolfo Walsh, escritor”. En El nacimiento de la literatura argentina y otros ensayos. Buenos Aires: Norma, 2006.
  • Hernández, José. Vida del Chacho: rasgos biográficos del General D. Ángel V. Peñaloza. Buenos Aires: Angel da Ponte, 1855.
  • Lafforgue, Jorge (editor). Textos de y sobre Rodolfo Walsh. Buenos Aires: Alianza, 2000. 
  • Martínez, Tomás Eloy. Santa Evita. Buenos Aires: Planeta, 1995.
  • Piglia, Ricardo. Las tres vanguardias: Saer, Puig, Walsh. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2016. 
  • Sarmiento, Domingo Faustino. Facundo. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1967.
  • Vignaux, George. La argumentación. Ensayo de lógica discursiva. Buenos Aires: Hachette, 1976. 
  • Walsh, Rodolfo. El violento oficio de escribir: obra periodística (1953-1977). Buenos Aires: Planeta, 1995. 
  • Walsh, Rodolfo. Operación Masacre. Buenos Aires: De la Flor, 2016. 
  • Wolf, Tom. El nuevo periodismo. Barcelona: Anagrama, 1976.

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